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Alice Warner sueña con reencontrarse con el chico que conoció hace diez años y del cual cayó perdidamente enamorada. Todo ese tiempo no bastó para olvidarlo, pero ahora tiene que abandonar toda esperanza al tener que casarse con un completo desconocido solo por cumplir un contrato que firmó. ¿Qué tanto podría afectarle aplazar todos los planes que tenía hechos para su vida?, tan solo tiene que dar el sí y juntos procrear un hijo. Tan solo eso... ¿Tan solo eso?, como si fuera poco, pero bueno, era para un buen fin y Alice estaba dispuesta a cumplir con esos negocios.
Alice.
«Y recuerda, Alice, siempre que estés en problemas ahí estaré yo para ayudarte y salvarte».
Me contuve las lágrimas al recordar las palabras que mi padre siempre me decía cuando me llevaba al colegio y yo lloraba en la puerta inventando que tenía miedo. No lo tenía, era solo un pretexto para no separarme de mis padres, como si algo me estuviera diciendo que los perdería demasiado pronto y tenía que aprovecharlos todo el tiempo posible.
-No quiero que te vayas, papito -le decía y él me limpiaba las lágrimas-. Quiero que estés siempre conmigo.
-Siempre estaré contigo, princesa mía -me decía con una amplia sonrisa.
«Pero no lo estás ahora», pensé y miré a mi alrededor. Si mis padres siguieran con vida, yo no estaría ahí en este momento; estaría en otro lugar, quizás en Hawai. Cerré mis ojos con fuerza y me imaginé a mí misma en las paradisíacas playas de Hawai tomando una piña colada y abrazada del amor de toda mi vida. Se me vino a la mente un hombre sin rostro -después de diez años de no verlo era difícil ponerle uno, pero seguía pensando en él creyendo que sería mi príncipe azul y que me salvaría de mi cruel destino-, y sonreí.
Las personas que tenía a mi alrededor me miraron con emotividad en sus rostros, pensando seguramente que la novia estaba emocionada por su boda, pero yo no estaba nada emocionada. Estaba enojada, muy enojada. ¡Diablos!, estaba enfurecida. Había aceptado el trato que me había hecho mi abuelo de casarme por puro interés con un contrato firmado, solo porque sabía que él realmente necesitaba de mi ayuda, y porque yo siempre le ayudaría en todo lo que él me pidiera, aunque él no se hubiera portado bien conmigo siempre. Solo tenía que casarme con ese multimillonario y procrear un hijo; después de eso era libre. No era tanto problema, en verdad, sabía que podía aplazar lo segundo o buscar otra opción para cumplirla; pero estando ahí, con mi carísimo vestido y toda la elegantísima gente, había comenzado a sudar en exceso y a sentir muy caliente mi cara.
Cuando era niña, mi madre y yo solíamos jugar a que yo me casaba, tal como lo hacen muchas otras niñas. Me ponía un vestido blanco y me colocaba unos zapatos altos de mi madre. Ella era la sacerdote y siempre ponía un muñeco como novio. Soñaba con mi boda perfecta, realmente como cualquier otra niña lo hace. Tampoco esa era mi meta en la vida, aspiraba a más, claro: terminar mi carrera, ser una profesional, costearme mis propios bienes. Pero la idea de tener la boda perfecta con el novio perfecto persistía y ahora, estando ahí sin siquiera haber visto una vez en mi vida al que sería mi esposo, quería llorar de la frustración.
¡Maldito contrato!, lo odiaba en ese momento, aunque antes se me había hecho algo muy fácil de llevar a cabo.
De pronto los murmullos pararon y la tenebrosa música del órgano de la iglesia comenzó a sonar. Tragué saliva una y otra vez hasta sentir que me iba a atragantar. Era la hora de mi muerte. Bueno, no literal, pero en ese momento así lo sentía.
Mi abuelo me tomó la mano y me sonrió, agradeciéndome por lo que estaba haciendo, con eso cambió mi semblante un poco. Lo que fuera por mi abuelo, siempre haría lo que fuera. Y si me regalaba una sonrisa, con más ganas; casi no teníamos esa relación que incluyera sonrisas ni nada de cariño.
Lo tomé del brazo y abrieron las enormes puertas para que entráramos hacia ese larguísimo pasillo. Al final estaba mi casi esposo esperándome, mirando su reloj, se le notaba impaciente.
A partir de ese momento todo pasó muy rápido; no le presté atención al sacerdote de lo que decía, ni tampoco me di cuenta de nada a nuestro alrededor, tan solo estaba al tanto de no caerme, desmayarme o gritar; de pronto, sin esperarlo, ya estaba frente a él diciendo:
-Sí, acepto. -Me salió en automático, casi sin pensarlo.
Seguido de la sentencia que lanzó el sacerdote:
-Puede besar a la novia.
Respiré profundamente un par de veces y me recordé a mí misma que tenía que hacerlo, que solo sería poco tiempo y ya después sería libre. Entonces, mi ya esposo levantó el velo que cubría mi rostro y por fin nos pudimos ver a los ojos. Sus ojos azules me miraron mientras sus manos tomaban mi cintura y se acercaba a mí. Una sonrisa demasiada perfecta para ser verdad apareció en sus labios, y de pronto me besó. Fue un beso asombrosamente perfecto. Abrí los ojos un poco y descubrí algo que me hizo estremecer, la verdad me golpeó en la cara: era él, el chico del que me había enamorado perdidamente diez años atrás, con el que había soñado, con el que había querido estar en Hawai unos minutos antes.
¡Dios!, no podía ser. ¿Era acaso mi día de suerte y el destino me había casado con el amor de mi vida?
Harvey
Bastante trabajo tenía en la oficina como para malgastar mi tiempo en esto. Mi boda, ja. ¿Quién iba a pensar que me casaría tan joven? Todo fuera por el bien de la familia y de la empresa, pero, sobre todo, por mi propio bien y de mi futuro.
Tuve que besar a la chica que ahora sería mi esposa ante el sacerdote y todos los invitados; total, un beso a una desconocida no era algo malo, lo había hecho varias veces antes, así que no pasaba nada. Pan comido.
Levanté el ridículo velo que llevaba puesto y que cubría su cara, y me le acerqué para cumplir con mi tarea. Tuve que tomarla de la cintura para que se viera más creíble ante la sociedad. Nadie sabía que todo eso era un teatro, solo mi familia y la de ella.
Al besarla sentí cómo se estremecía ella en mis brazos. ¿Así de bueno era besando? Antes lo suponía, ahora solo lo comprobaba. Traté de darle más, pero enseguida me arrepentí. Maldita, tenía que recordar que la odiaba. No sabía por qué, pero eso debía de hacer, odiarla hasta cansarme.
-¿Lo estás disfrutando? -le pregunté al oído después de besarla.
Ella se quedó muda y no contestó, solo abrió mucho los ojos. La había sorprendido disfrutando de nuestro beso, soñando de seguro con castillos y príncipes, pero enseguida la bajaría de su nube.
-Recuérdalo muy bien, niña, tenemos un contrato y nada más. Tú solo eres la herramienta que necesito para lograr llegar a mi meta. ¿Entendido?
Esperaba que no se pusiera a llorar.
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