-Marina Ortega.
La recepcionista tecleó con rapidez y luego asintió.
-Sala de juntas, piso 28. Le están esperando.
Marina agradeció con una leve inclinación y se dirigió hacia los ascensores. En el reflejo de las puertas metálicas comprobó su aspecto por última vez: blusa celeste, falda lápiz, cabello recogido, maquillaje sobrio. Suficientemente formal, pero no servil. Exactamente como ella.
La sala de juntas era un rectángulo de paredes grises, ventanas amplias y una mesa de cristal tan larga como un campo de batalla. Del otro lado, sentados como jueces, tres entrevistadores esperaban en fila. Dos hombres de traje oscuro, con tabletas frente a ellos, y una mujer rubia con gafas que miró a Marina como si estuviera evaluando una amenaza latente.
Pero fue el cuarto hombre, al fondo, quien realmente llamó su atención. No estaba sentado, sino de pie junto a la ventana, de espaldas, observando la ciudad como si él mismo la hubiera diseñado. Alto, postura rígida, manos en los bolsillos. Su traje gris oscuro era impecable, igual que su corte de cabello, pero había una frialdad en su silueta que se sentía incluso desde el otro lado de la sala.
Cuando se giró, Marina lo reconoció de inmediato: Mateo Ruiz. El CEO. El hombre de las portadas. El que había llevado a la empresa a ser una de las consultoras más agresivas y exitosas del país. También el que, según rumores, había despedido a un empleado por estornudar durante una junta.
-Señorita Ortega -dijo uno de los entrevistadores, sin presentarse-. ¿Por qué cree usted que es apta para este puesto?
Marina sonrió con cortesía y se sentó sin esperar permiso.
-Supongo que porque soy lo contrario de lo que esperan.
El comentario levantó algunas cejas. La mujer rubia cruzó los brazos. Mateo Ruiz, en cambio, no mostró ninguna reacción. Se sentó en la cabecera de la mesa, sin apartar la vista de ella.
-Explíquese -ordenó, con voz baja pero firme.
-Me he tomado la molestia de investigar el perfil de sus asistentes anteriores. Todas con currículums perfectos, experiencia en protocolo, cero incidentes. Todas duraron menos de seis meses.
El segundo entrevistador intentó interrumpirla, pero ella levantó una ceja y continuó:
-Yo no vengo a sonreír por obligación ni a fingir que usted es un dios intocable, señor Ruiz. Vengo a hacer mi trabajo, y hacerlo bien. Soy eficiente, organizada, y no tengo miedo de decir lo que pienso. Tal vez eso sea lo que necesita, o tal vez lo que teme. En cualquier caso, no vine aquí a mendigar una oportunidad.
Silencio. Denso. Cortante.
Mateo entrelazó las manos frente a sí y la miró durante largos segundos. Tenía ojos grises, fríos, como metal.
-¿Y si le digo que no tolero insolencias? -preguntó, sin elevar la voz.
-Entonces ya puedo irme -respondió Marina, sin moverse-. Pero si busca a alguien que le rinda pleitesía, ¿para qué hizo publicar la vacante? Habría bastado con contratar una estatua.
Una pequeña tos escapó de uno de los entrevistadores. ¿Una risa contenida? Imposible saberlo. La rubia apretó los labios.
Mateo no se inmutó. Solo volvió a mirar su hoja de vida, la hojeó sin interés y finalmente dijo:
-Todos fuera.
-¿Perdón? -preguntó la mujer rubia.
-He dicho que todos salgan -repitió Mateo, sin levantar la vista.
Uno a uno, los tres miembros del panel se levantaron con expresión confundida y salieron de la sala. Marina permaneció en su sitio, cruzando una pierna sobre la otra.
Cuando la puerta se cerró, Mateo dejó caer el currículum sobre la mesa.
-¿Siempre es así de directa o solo cuando quiere perder el trabajo antes de tenerlo?
-Solo cuando sé que estoy frente a alguien que necesita ser sacudido -contestó Marina.
Mateo se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la mesa.
-Usted no me conoce.
-Y usted no me intimida.
Una pausa. Larga. Cargada. Como si ambos midieran no solo las palabras, sino el terreno que pisaban.
Finalmente, Mateo se puso de pie.
-Empieza el lunes.
-¿Perdón?
-No repito las decisiones. No me hace perder el tiempo con agradecimientos. Solo preséntese a las ocho. Puntual.
-¿Y si no quiero aceptar?
-Entonces tendrá que vivir con la duda de qué habría pasado si se atrevía.
Mateo salió de la sala sin más. Marina se quedó sentada, con una sonrisa leve en los labios.
-Vaya... entrevista de mierda -murmuró. Pero en su interior, algo se encendía. No era emoción. Ni expectativa. Era algo más... como una chispa que sabía que iba a arder.
Y así comenzó la guerra.
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