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Durante tres años, fui la amante discreta y la chef perfecta para Mateo Vargas, el dueño de un imperio hotelero, un hombre que sacó a mi familia de las deudas. Mi vida era una rutina de sumisión, un intercambio silencioso de obediencia por seguridad, aunque me trataba como un trofeo valioso. Un día, esa vida se desmoronó. La recepcionista me entregó la carta de despido: supuestos errores en mi cocina. No era por la repostería, lo supe al verla a ella. Sofía Elizondo, la exnovia de Mateo, su "Luz de Luna Blanca", había regresado, y yo era un estorbo que debía desaparecer. Mateo no me miró, no preguntó, no cuestionó. Comió en silencio la cena que le preparaba. Luego, su mejor amiga, Camila Torres, fue más allá. Me humilló públicamente, mostrando mis mensajes privados con él, y al intentar huir, me empujó, dejándome con una muñeca torcida y el alma rota. En el hospital, Mateo solo preguntó si denunciaría a Camila, preocupado por Sofía. Mi dolor y mi humillación no le importaron. ¿Cómo fui tan idiota al pensar que un hombre así podía amarme? ¿Cómo pude ser tan ciega a la realidad de mi "lugar"? ¿Fui solo un pasatiempo, un objeto desechable para dar una bienvenida limpia a su pasado? La amargura de su desprecio y la burla pública eran un veneno. Pero algo más se encendió en mí ese día. Debajo de la humillación, una llama empezó a arder. Una venganza fría y calculada. Tomé una decisión: no solo me iría, sino que iba a desmantelar sus vidas pieza por pieza, y que mi propia felicidad sería su peor pesadilla.