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La víspera de mi boda, el aire en la finca olía a flores caras y a mentiras. Javier Soto, mi prometido, me abofeteó delante de todos, mi mejilla ardiendo mientras el silencio del jardín resonaba con el golpe. Luego, mi padre me recriminó por "montar una escena", defendiendo a mi hermanastra Valeria, que sonreía victoriosa a su lado. Diez años de relación con Javier, una década sintiéndome una extraña en mi propia casa, se hicieron pedazos en un instante. Me encerré en la suite nupcial y escuché lo inimaginable: Javier confesaba su amor a Valeria, revelando que yo solo era un "arreglo", ingenua y fácil de manejar, una herramienta para acceder a la fortuna de mi madre. Descubrí que mi anillo de compromiso era una cruel broma elegida por mi hermanastra, y que su romance no era reciente, sino una farsa planeada para robarme todo. La humillación me quemaba por dentro, ¿cómo pude ser tan ciega? Pero esta vez, no me iba a derrumbar. No huiría como una víctima. Con la voz tranquila y el teléfono en la mano, le dije a mi madre que no me casaría... y que el negocio la estaba esperando. La boda se celebraría. Y sería el escenario de mi más dulce venganza.