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La céntrica Puerta del Sol en Madrid bullía con la promesa de un nuevo año, y yo, Sofía, estaba lista para recibirlo, ansiosa por las campanadas y el abrazo de mi novio, Adrián. Todo parecía perfecto: mi vestido nuevo esperando la ocasión y mis doce uvas listas para ser devoradas junto a él. Pero con cada golpe de campana, Adrián no aparecía, su teléfono silencioso, mi nerviosismo creciente. La verdad, sin embargo, no tardó en llegar, explosiva y pública, a través de una publicación de Instagram: Adrián y mi supuesta mejor amiga, Isabel, riendo cómplices en una cala de Ibiza, con un mensaje irónico que decía: "Feliz Año Nuevo. Por un futuro juntos. ❤️". Tragué mis uvas, una a una, sola en medio de la multitud jubilosa, cada fruto un bocado de humillación y el cruel abandono. Todas sus mentiras -los secretos, las llamadas perdidas, las excusas sobre sus vacaciones supuestamente "separadas" de verano- encajaron de golpe en un rompecabezas brutal. Me sentía patética, ridiculizada, traicionada hasta la médula por las dos personas en las que más había confiado ciegamente. ¿Cómo pudieron mi novio y mi confidente conspirar para destruirme de esta forma tan pública y cruel? ¿Con qué derecho se burlaron de mi ingenuidad, como si mi dolor fuera simplemente un entretenimiento para su ego enferma? Una rabia gélida, más cortante que el invierno madrileño, me invadió por completo. Sin embargo, en mi pozo de desesperación, refugiada en la chocolatería San Ginés, encontré una chispa de fuego inesperada: Mateo, el primo de Adrián, también víctima de la misma traición por parte de Isabel. "¿Y si nos casamos tú y yo?", me propuso con una lógica aplastante nacida de un dolor compartido, una idea que sonaba a pura locura pero que resonó profundamente en mi alma herida. "Hagámoslo a lo grande, antes que ellos, para que vean lo que se pierden". Acepté, y lo que parecía un simple acto de venganza, la idea más transgresora del mundo, se convirtió en el inicio de un plan que cambiaría todo.