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Nicky Collins es hermosa, independiente y temeraria, cualidades que la llevaron a convertirse en teniente de aviación del gobierno, lejos de las sombras del imperio aeronáutico construido por su padre. Sin embargo, tras la trágica muerte de éste en un misterioso accidente aéreo, Nicky se ve obligada a asumir el control de la empresa familiar. Lo que no esperaba era enfrentarse a una madrastra ambiciosa con sus propios planes... ni cruzarse con Alan Parker, el carismático y seductor magnate de un conglomerado de aerolíneas comerciales, a quien culpa por la muerte de su padre. Ahora, entre traiciones, secretos del pasado y una atracción imposible de ignorar, Nicky deberá decidir si puede confiar en el hombre que amenaza con derribar no solo su imperio... sino también sus defensas.
Actualidad
Desierto de Mojave, base aérea Edward
Cerca de Los Ángeles
Nicky
Vivir en un mundo de hombres ya es una maldita guerra perdida, pero que esa misma presión te carcoma desde tu propia familia, eso es lo que termina de volverte mierda por dentro. Puedes matarte estudiando, ser la primera en todo, sonreír como una imbécil para cumplir con el papel de hija perfecta, y aun así no alcanza. Jamás alcanza. Porque si no te acomodas al molde rancio que tu sangre te exige, entonces da igual todo lo que logres. Da igual cuánto sangres.
Te hartas. Te revientas por dentro de tanta hipocresía y de tanto aplauso que nunca llega. Y un día decides que, si vas a cargar con el fracaso, al menos que sea por elegir tu propio camino. Que, si vas a ser una decepción, entonces lo serás a tu manera. Buscas tus propias metas, tus propios desafíos, construyendo algo solo para vos, como quien escupe en la cara de todos los que nunca creyeron: "No soy suficiente para ustedes, pero mírenme, carajo, miren todo lo que logré sin deberles nada."
¿Debería aliviarte? ¿Sentirte más liviana? Mentira. Lo único que logras es alejarte de ellos a patadas, construir paredes tan gruesas que ni siquiera los recuerdos pueden atravesar. Crece el resentimiento como un tumor, silencioso pero mortal. Quizás encontraste en hacer lo que amas un refugio. O quizás solo encontraste una forma de no volverte cenizas intentando ser lo que ellos querían.
En mi caso, me cansé. Me cansé de ser solo Nicky Collins, la hija del magnate de la aeronáutica, la sombra de Alfred Collins. Me cansé de no ser suficiente para él, de ser un adorno más en esas galas interminables, un nombre bonito para firmar acuerdos.
Me cansé de sus charlas de negocios, de su indiferencia disfrazada de exigencia.
Me cansé de intentar alcanzarlo cuando desde el principio ya había perdido: nací mujer. No era el hijo varón que él había soñado moldear a su imagen.
Aun así, me arrastraba detrás de su mundo, intentando aprender cada engranaje del negocio familiar, como si con eso pudiera ganarme un maldito atisbo de su respeto. Pero después de la muerte de mi madre, algo dentro de mí simplemente se quebró.
Recogí una valija, le di la espalda a esa mansión fría y silenciosa, y salí. Sin despedidas, sin explicaciones. No hubo palabras de su parte, tampoco súplicas. Solo su silencio de piedra mientras me veía marcharme.
Y fue ahí donde lo decidí. Si no podía ser su orgullo, sería su pesadilla. Demostraría que era mil veces mejor que Alfred Collins. Me alisté en las fuerzas armadas. Como piloto.
El comienzo fue un infierno. ¡Mierda! No bastaba con soportar el programa agotador, la presión que te exprimía los huesos. Encima estaban las burlas, el acoso, los insultos velados. "¿Una nena jugando a ser piloto?", se reían a mis espaldas. Ni mis instructores creían en mí. Para ellos era otra mocosa rica buscando aventuras. Y para colmo, el apellido "Collins" pesaba como una piedra en el cuello. Mi abuelo había sido un piloto legendario. Mi padre, un empresario reverenciado en la industria aeronáutica. ¿Y yo? Solo una chica con demasiadas expectativas sobre los hombros.
Pero no me quebré. Fui la mejor de mi clase. Aprendí a volar cualquier maldito avión de combate que me pusieran en frente. Me comí cada humillación, cada mirada de desprecio, y las transformé en combustible.
Hoy vivo cerca de la base, en un departamento modesto. Nada de lujos, nada de decorados vacíos. Solo lo necesario: espacio, paz, aire. Y entreno a los nuevos. Para forjarlos como a mí me forjaron. O mejor aún: para destruir a los débiles antes de que se destruyan solos en el aire.
Y en este instante ajusto el cierre de mi chaqueta de vuelo mientras camino por el hangar. El eco seco de mis botas retumba en el espacio vacío, mezclándose con el olor a combustible y metal caliente. Frente a mí, un grupo de novatos forma fila, tiesos, sudorosos, como si estuvieran frente a un pelotón de fusilamiento.
Uno de ellos, un muchacho delgado de cabello revuelto, apenas consigue sostener la cabeza. Veo sus nudillos blancos de tanto apretar los puños. Tiembla, aunque se esfuerza por ocultarlo. Resoplo en silencio. Otro niño bonito, probablemente acostumbrado a que mamá y papá le limpiaran hasta los mocos.
Me planto frente a él, el peso de mi mirada cae sobre sus hombros como un yunque.
El silencio se hace espeso. Puedo oler el miedo, ácido y crudo.
Entorno los ojos, midiendo cada uno de sus movimientos.
-¿Nombre? -pregunto, con voz seca, dura como un disparo.
El cadete traga saliva, da un paso torpe al frente, enderezando la espalda como puede.
-C-cadete Alan Reed, señora -responde, la voz le sale fina, quebrada.
Entorno aún más los ojos. Mis labios se curvan en una mueca que no llega a ser sonrisa. Cruzo los brazos despacio, dejando que el cuero de la chaqueta crujiera, reforzando el peso del momento.
-¿Señora? -repito en un susurro helado, como una amenaza velada.
Alan palidece. Lo veo pestañear rápido, sudor resbalándole por la sien.
Me acerco un paso, invadiendo su espacio personal hasta que la visera de mi gorra casi le roza la frente.
-¿Acaso parezco tu maestra de jardín, Reed? -escarbo en su dignidad, esperando que se le quiebre la voz otra vez.
El cadete se traga el pánico. Aprieta la mandíbula hasta que parece que le va a estallar.
-No, teniente Collins -corrige, atropelladamente, bajando un poco más la cabeza.
Siento la satisfacción amarga hervir bajo mi piel. Pero no basta. Quiero que todos entiendan quién manda aquí. Enderezo la espalda, mi voz se eleva, firme como un látigo.
-Más les vale grabarse esto en sus cabezas de inmediato: a mí me llaman Teniente Collins o Teniente, ¿está claro?
La respuesta es un murmullo desordenado. Frunzo el ceño, mi mirada recorre la fila como una cuchilla.
-¡¿Está claro?! -ladro, dejando que la autoridad me rebose en cada palabra.
-¡Sí, teniente! -responden esta vez, casi en sincronía, con un tono que tiembla en el aire.
Mis labios apenas se curvan en una sonrisa seca. Me acerco a Reed de nuevo, ahora mirándolo de arriba abajo como si evaluara un motor defectuoso.
-¿Sabes pilotar o viniste a pasear en helicóptero, Reed? -pregunto, modulando la voz con sorna.
El cadete endurece el gesto, inspirando hondo como si fuera a saltar de un acantilado.
-Sé pilotar, teniente -dice, esta vez con algo de fuego en la mirada, aunque la inseguridad lo traiciona.
Inclino levemente la cabeza, como si le diera el beneficio de la duda. Pero en realidad no espero nada de él. Ni de ninguno de ellos.
Me enderezo, dejando que el silencio pese antes de hablar.
-Aquí -digo en voz alta, paseándome frente a la fila- no importan sus apellidos, ni las medallas que mamá mandó enmarcar, ni los juguetes caros que les compraron. Aquí, o vuelan, o se estrellan. Y si se estrellan -hago una pausa, dejando que la amenaza se arrastre por el aire-, será su culpa. No la mía.
Camino despacio frente a ellos, mis botas golpeando el suelo con cadencia militar.
-En cinco minutos los quiero a todos en el simulador -sentencio, señalando con la barbilla hacia el edificio al otro lado del hangar-. El que llegue tarde, limpiará los baños toda la semana... con su maldito cepillo de dientes.
El murmullo de incomodidad recorre la fila como un soplo de viento. Las miradas se cruzan nerviosas. Reed baja la vista, apretando los labios en una línea fina. Me alejo de ellos sin mirar atrás, sintiendo cómo la vieja furia, esa furia que me formó, arde viva en mi pecho.
No es hacia ellos. No es personal. Es hacia todo ese maldito mundo que quiso aplastarme bajo expectativas que no pedí. Yo no nací para cumplir expectativas ajenas.
Yo nací para romperlas. Y todavía tengo mucho que destruir.
Un momento más tarde
Los cadetes sudan, concentrados en los controles, torpes en sus primeros intentos de mantener la aeronave virtual en el aire. Camino entre ellos con las manos cruzadas tras la espalda, observando cada movimiento, cada error. Mi mirada es una presión constante sobre sus nucas.
Reed pelea con los mandos. Lo veo fruncir el ceño, los dientes apretados de frustración mientras la alarma del simulador pita indicando pérdida de control. Me inclino apenas junto a él, dejando que sienta mi presencia como una amenaza.
-¿Así piensas sobrevivir en combate, Reed? ¿Pidiéndole permiso al joystick para moverte? -susurro con sarcasmo, dejando que la humillación cale.
Reed enrojece hasta las orejas. El joystick tiembla en sus manos. Estoy a punto de seguir presionándolo cuando escucho pasos rápidos detrás de mí.
Me enderezo de golpe, los músculos tensos como un resorte. El teniente coronel Harris, mi superior, irrumpe en la sala con su andar rápido y marcial, irradiando una tensión que se siente en el aire como electricidad antes de la tormenta.
La puerta se cierra de un portazo tras él, arrancando un respingo colectivo de los cadetes. Todos se encogen instintivamente en sus asientos, mientras Harris atraviesa la sala como un torpedo dirigido únicamente hacia mí.
Su rostro, normalmente imperturbable, está surcado de líneas duras; la gravedad en sus facciones no deja lugar a dudas: algo serio.
-Collins -ladra, su voz cortando el aire con la precisión de un disparo-. Tienes una llamada urgente. De Nueva York.
Un latigazo de inquietud me atraviesa el estómago. Frunzo el ceño al instante, sintiendo que la sangre me corre más fría en las venas.
Nueva York. No necesito que lo diga. Ya lo sé. Ya lo presiento.
Enderezo aún más la espalda, aferrándome a una fachada de absoluta neutralidad.
-¿Quién llama, señor? -pregunto, con una calma que apenas logro mantener. La garganta me arde.
Veo cómo Harris, por un instante apenas perceptible, afloja la mandíbula, como si las palabras fueran un peso que preferiría no soltar.
-Tu madrastra -responde al fin, en un tono más bajo, casi arrastrado-. Dijo que era un asunto urgente.
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