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Dorelia Hamilton es una joven perteneciente a una familia de renombre arruinada ahora. Su encuentro con un extraño y atractivo joven también desposeído de riqueza, la hace pensar en un posible acuerdo matrimonial que podría ayudarlo a los dos. El pasado de ese joven llamado Andrew Hershey, no es lo que piensa Dorelia, el esconde un secreto y es multimillonario. El acepta el contrato porque se siente atraído por ella con ardiente pasión, pero, ¡ las sorpresas son enormes !
Un lamentable asunto habían mantenido en secreto, pues no era conveniente que nadie supiera de los apuros económicos que atravesaba la familia, o su ostracismo social sería absoluto. Sobre todo, cuando todavía quedaba la chica más joven por estar casada.
Con este propósito, todos hacían lo posible por aparentar de una opulencia que estaba muy lejos de ser cierta, más aún, cuando el paso del tiempo y del uso convertían sus ropas y accesorios en inapropiados.
Ese era el motivo principal por el que esa mañana Dorelia se había acercado al pueblo, pues quizá pudiese comprar unos guantes para reemplazar los suyos, ya deteriorados. Lamentablemente, sus escasos ahorros impedían que tomara el té en el nuevo establecimiento que había abierto sus puertas en Church Square, y tendría que contentarse con un breve viaje sin distracciones ni caprichos.
Caminó hacia el escaparate de la tienda de la señora Meyer, en donde se podía adquirir desde comestibles en general, hasta los más elegantes tejidos, artículos de mercería y ornamentos que una dama podía necesitar sin tener que acudir a Londres. Antes de entrar, abrió su bolsito y contó las escasas monedas que guardaba en el fondo. En ese instante, una ráfaga de viento se levantó de pronto y amenazó con llevarse con él su sombrero, el chal, o ambos. Al tratar de sujetarlos, el bolsito cayó al suelo sin hacer ruido.
Dorelia se agachó con los párpados entrecerrados para evitar la polvareda que se agitó a su alrededor, y al abrirlos, esta se había disipado por completo. La luz de la mañana de abril brillaba en todo su esplendor, reflejada en los ojos azules y serenos de un desconocido inclinado frente a ella.
El extraño apartó la mirada, la ayudó a incorporarse con rapidez y se despidió con una urgente reverencia después de devolverle su bolsa. Todo sucedió tan rápido, que Dorelia apenas tuvo tiempo de reaccionar, por culpa de esos ojos azules que se habían clavado en ella y le habían cortado la respiración. No estaba segura de qué había vislumbrado en ellos, pero algo en su interior se estremeció al contemplarlos, aunque apenas había sido un segundo.
Ahora, ya más serena al haberse marchado en caballero, Dorelia lamentó no haber visto el rostro del desconocido por completo, al estar este semioculto por las solapas ribeteadas de piel de zorro de su sobretodo. «Gracias a Dios», pensó para sí al darse cuenta de que tenía la boca abierta y posiblemente su rostro enrojecido. ¿Por eso se habría marchado de manera tan abrupta?
Sin duda, era un caballero, y muy atractivo, además. Seguro que estaba acostumbrado al efecto que causaba y no era la primera vez que se veía obligado a escapar de una jovencita embelesada por sus encantos. Dorelia negó con la cabeza. Él no tenía por qué preocuparse, y ella tampoco. A menos que sus tíos celebrasen un baile la próxima temporada, lo que no era muy probable, ella no sería invitada a ninguno y no volvería a verlo. «Gracias a Dios y a William», añadió a sus pensamientos.
Dorelia recompuso sus ropas, comprobó su bolsa y entró decidida en la tienda de la señora Meyer. Lo más conveniente sería que olvidara a ese caballero y lo extraño que había sido ese encuentro.
-Buenos días, señora Meyer -saludó Dorelia.
La propietaria de la tienda, una mujer oronda de mediana edad, que sentía debilidad por sus propios dulces y por los asuntos ajenos, se apartó de dos damas forasteras que trataban de elegir unos guantes de entre la gran variedad que había expuestos sobre el mostrador.
-Oh, señorita Hamilton, qué alegría verla, ¿viene a recoger la seda que me encargó su querida hermana? Acabo de recibirla y le he reservado tres yardas, ¡es absolutamente exquisita!
Dorelia tragó saliva. Emily, a sus dieciséis años, soñaba con su presentación en sociedad, con bailes y con encontrar el amor verdadero. Una idea romántica que no tardaría en desechar cuando fuese consciente de su precaria realidad.
-Me parece que ha habido un malentendido, señora Meyer. Creo que será mejor que disponga usted de esas tres yardas.
-De ninguna manera, señorita Hamilton -respondió la tendera mostrándole un libro de cuentas-. Fue su tía, lady Sheanes, quien insistió en hacer el pedido y en pagar una señal.
-Disculpe entonces mi error -admitió Dorelia con aprensión al ver la firma de su tía junto a un importe de seis chelines, por un total de dos libras. ¿A qué podía deberse que su tía Agatha hiciese tal dispendio? ¿Y por qué Emily no le había comentado nada?-. De todos modos -se apresuró a decir Dorelia-, sí me gustaría ver unos guantes.
-Deje que vaya a buscarlos, solo será un minuto.
Dorelia abrió de nuevo su bolsito, con la esperanza de no haber extraviado ninguna moneda, cuando la voz de una de las jóvenes que había a su lado atrajo su atención.
-Como lo oye, lady Patricks, el duque de Blackshield, está aquí, en Kingston.
-¿De veras? En ese caso, su familia, lady Fullerton, ha sido afortunada al encontrar esa encantadora propiedad en alquiler cercana a Camberly.
-Oh, ciertamente -respondió la dama-. Pero no menos afortunada que la suya, lady Patricks. Al parecer, la casualidad se ha encargado de que ambas compartamos la suerte de tener a tan distinguido vecino -añadió levantando las cejas-. Desde que el viejo duque murió, no ha salido de su casa de Londres, y espero que la proximidad y el aire fresco del campo, le hagan mostrarse más sociable.
«¿Camberly?», se preguntó Dorelia, tratando de hacer memoria. Recordaba vagamente un trágico suceso ocurrido cuando ella tenía doce años. Ya había pasado una década desde aquello, y los detalles del incidente habían sido poco conocidos, aunque muy comentados en su momento. El carruaje del antiguo duque había sido asaltado en el camino hacia Camberly, su mansión ancestral, cuando regresaba desde Londres junto a su hijo, de dieciocho años. El anciano recibió un disparo en el pecho al que sobrevivió solo unas horas, y el joven heredero fue herido de gravedad. Siendo huérfano de madre, su abuela paterna, lady Crawford, se lo llevó de Kingston y se hizo cargo de su convalecencia y educación. Nunca más volvió a saberse de él, hasta ahora.
-¿Y bien? ¿Hay alguno de su agrado?
La señora Meyer la observaba con los ojos entornados. Dorelia dio un respingo.
-Todos son de seda... -murmuró esta al fijar la vista en el mostrador.
-Por supuesto -repuso la tendera-, como los de su hermana.
La campanilla de la puerta tintineó, anunciando la llegada de un nuevo comprador.
La señora Meyer levantó el cuello para ver a los recién llegados, dos distinguidos caballeros a los que no había visto antes por su tienda. El más alto y moreno se giró de inmediato para estudiar unas barricas de roble apiladas junto a la entrada, y el otro, un joven rubio, lo imitó acto seguido.
-Enseguida les atiendo, señores, tan pronto como esta joven se decida.
Dorelia oyó un carraspeo impaciente a sus espaldas y sintió cómo el rubor ascendía por sus mejillas. No había duda de que los caballeros tenían prisa y no les agradaba esperar.
-Esperaremos, señora, no se preocupe -dijo el caballero rubio en tono afable, desmintiendo las prisas de su acompañante.
Dorelia dudó que el desagradable rugido gutural proviniese de la misma voz y no se volvió para averiguarlo. Hacía tiempo que había dejado de sentir interés por los caballeros, y menos aún por los maleducados.
-¿Cuánto cuestan, señora Meyer? -preguntó ella, ansiosa.
-Ocho chelines, un buen precio, considerando el fino bordado.
-¿Y sin bordados? Así serían más fáciles de combinar... -propuso Dorelia, aunque el verdadero motivo era que su presupuesto no iba más allá de tres chelines.
-Lo siento, querida, he vendido los últimos. Puedo ofrecérselos de algodón, aunque también puede reservar uno de estos y volver otro día.
-No, no, no será necesario, me llevaré los de algodón. Blancos, por favor.
-Está bien, son cuatro chelines -dijo la tendera mientras abría un cajón a su derecha.
-Discúlpeme, acabo de acordarme de que tengo en casa unos sin estrenar -declaró Dorelia, a la vez que aferraba su bolsito para ocultar las deterioradas puntas de los dedos de sus guantes. Solo esperaba que su rostro no se hubiera sofocado y ahora se mostraran sus mejillas sonrojadas por el mal rato que estaba pasando.
De nuevo, sonó una tos insistente junto a la puerta. Dorelia, sin esperar a que se repitiera, se despidió de la señora Meyer para marcharse. Ya había pasado suficiente vergüenza y no quería que por su tardanza esos caballeros reparasen en su presencia y la descubrieran perturbada.
Decidida a marcharse de forma discreta, se dio la vuelta, deteniéndose unos segundos. Solo le hizo falta alzar la vista y contemplarlo para reconocerle.
Uno de los caballeros, el más impaciente y de cabello oscuro, era el mismo desconocido que la había ayudado en la calle. El mismo que había clavado sus ojos en ella y la había hecho estremecer.
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