o P
po inerte en el suelo, la sangre manchando sus labios. El mun
is oídos. La imagen de la sangre en los labios de mi abuelo se grabó a
culpa. Tenía que salvarlo. Tenía que salvar al único hombre que
manos temblaban incontrolablemente mientras lo levantaba. "¡Abuelo! ¡Resiste,
erpo estaba frío, i
ientes, que ahora me miraban con una mezcla de ho
tro, algunos llorando, otros haciendo llamadas frenéticas. La familia S
resuraron a atender a mi abuelo. Yo me quedé allí, en la sala de espera, mis manos manchadas de sa
s. "Lo hemos estabilizado," dijo, su voz monótona. "El señor Don Leopoldo ha sufrido un in
"Entonces... ¿se pondrá bien?" p
bemos. Ha caído en un coma. Solo el tiempo dirá si su voluntad de vivir
n corazón tan delicado. Sus acciones de hoy casi
table. Fabiana, el bebé, Silvana, mi abuelo... todo se había derrumbado
i ropa se mezclaba con el aséptico aroma del hospital, una combinación nauseabun
stado crítico de mi abuelo. Todo era el resultado de mis propias acciones
ancólico. El sonido de los monitores médicos, los pitidos constantes, eran un recordat
miedo al vacío que Silvana había dejado en mi vida. Solo entonces, en ese abism
vana del suelo, donde había caído cuando mi abuelo me arrojó su tel

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