fin me rescataron. Creí que era el c
un hombre guapísimo y desconocido, su verdadero esposo
astra me echó encima a su dóberman, y mientras los dientes del perro se hund
por un segundo, y luego, le
que me quedaba murió. El frágil lazo familia
milia, lleno de sospechas después de un acciden
cumpleaños de mi hermanastra, revelando una v
ítu
vista d
monstruo que había secuestrad
nuestras vidas en un infierno. Sus puños y su ven
rado a mi mamá durante meses en la oscuridad era simple:
las parpadeantes luces fluorescentes de la desolada estación de Pemex, con el aire denso por el olor a gasolina y pino, y se lo o
eso, se arrodilló, su vo
í, cariño. N
pretó en mi estómago. No era así como lo había imaginado. En mi mente,
era mejor.
s serios e indescifrables, salieron en tropel. Se movieron con una eficiencia aterradora, asaltando el ruinoso complejo que yo llamaba hogar
aba. Estaba a salvo. Una ola de alivio tan poderosa que casi me dobló las rodilla
estaban fijos en algo detrás de mí. Un hombre salió de la camioneta principal. Era g
ó él, con la
la sostuvo como si estuviera hecha de cristal, su rostro enterrado en su cabello enmarañado. Me quedé congelada, una pequeña estat
todo su cuerpo. Ni una sola vez miró en mi di
prometido: "Estaremos juntas,
de este extraño, esas palabr
maras. Los reporteros parecían materializarse desde el bosque,
ertirse en una máscara de fría furia. Sus ojos recorrieron la multitud y, por prime
n reportero-. ¿Es la
podía dejarme aquí. No con ellos mir
a uno de sus guar
a la ca
r calidez. Yo era un problema que había qu
riz, un marcado contraste con el olor a humedad y tierra del complejo que s
os ni siquiera llegaban al suelo. Abracé mis rodillas contra mi pecho, tratando de hacerme lo más pequeña posible. El silencio en el coche era má
. El convoy de camionetas se alejó de la gasolinera, de
de seguridad hablaban en voz b
e con los míos en el espejo retrovisor con abierto desprecio-. Una camioneta de s
ro-. Dijo que en cuanto lleguemos a la finca, la mandemos al deshu
me. Yo era el hedor. Yo era la contaminaci
miedo. El olor a piel cara, el suave movimiento del coche, el sofocante sile
r el pánico. Intenté tragarla de nuevo, sabiendo lo que p
adelante, vomitando el contenido acuoso de mi
l conductor, desviándose
más en el asiento, to
rré, las palabra
stre en el suelo. Sus labios se curvaron en una mueca de puro asco. Mi madr
eada de céspedes perfectamente cuidados. Mientras Damián ayudaba a mi madre a salir del coche, una niña de mi edad salió corr
sus brazos alrededor de
zó a la niña con fuerza, sus
-susurró-. Mi
estrujado en un tornillo de banco. Mi niña
río como el hielo siguió a la niña. Observó l
criatura aquí? -exigió,
Montes, la m
án, su voz tensa por la irritación-. L
evo, haciéndome sentir como algo que hubiera
évenla por la entrada de servicio. Y