ces. El aire de la noche era frío, pero no tanto como el vacío en mi pecho. Me detuve frente a la pequeña iglesia dond
ticia por ti, Sof
rayecto, la ciudad pasaba borrosa por la ventana. Las luces, los sonidos, la gente, todo parecía pa
ciudad hacia la oscuridad del campo. El camino se volvió de tierra y el coche se sacudía con violencia. A lo lejos, la sil
ra. Doña Isabella estaba allí, esperándome, envuelta en
"Entrarás a la capilla. Recitarás las oraciones que están en el altar. No pu
n decir un
lado, con una sonris
que cantes para los fantasmas.
rrar esa sonrisa de su cara a golpes, pero me co
cardo. Preocúpate por ti" ,
vaciló por
un viejo candelabro con
detrás de ti. Nos vem
sa y fría. El olor a humedad, a polvo y a algo más, algo parecido a la descomposición, llenó mis pulmones. La puerta se cerró a
tamente sola en el
o. Las paredes estaban cubiertas de telarañas y manchas de humedad. El suelo de piedra estaba irregular
os restos de candelabros de hierro. Había bancos de madera carcomidos y un altar de
en las paredes. Abrí el libro. Las páginas estaban amarillentas y las letras eran de una caligrafía an
la casa Mendoza, por su
rro del viento afuera. Mi piel se erizó. La sensación de ser observada era abrumadora. Sabía
asma. No era una maldición. Era algo mucho más tangible, algo que había pasado por alto en todos mis años de investigación. El pan. El famoso "pan de muerto"
garganta, un grito de
a los oídos que sabía que me escuchaban desde afuera. "¡N