a con fuerza, pero no lograba disipar el frío que sentía en lo
toga que pertenecieron a la difunta madre de mi padrast
ás, me miró desde su asiento de honor, y sus ojos, siempre f
icientemente alta para que todos a nuestro alr
murmullo de la multitud se convirtió en un silenc
s, una humillación pública que era la c
mi propia hija durante esos diez largos años, se levantó de su
su voz infantil cargada de un veneno que no correspondía a su edad.
decorativas el diario que yo le había estado escribiendo durante medio añ
en un instante, llevándose con el
golpearme con sus pequeñas m
icante, pero cada uno de sus golpes resonaba en mi i
ignorando el dolor físico y el
on una calma desoladora, "nunca fue reemplazar a
ara ella, ni para Don Alejandro, solo eran ai
, de esas miradas acusadoras, de esa famil
ro para mí, el mundo se hab
os seguían cayendo sobre mí mientras su
iempre estabas a mi lado? ¿Por qué me escr
rofunda que yo había ayudado a sembrar sin darm