Los adoquines resbalaban bajo los pies descalzos de Beatriz Silva, mientras corría, esquivando som
na advertencia desesperada. No había tiempo que perder. No podía espera
ansión Moura, al otro lado del barrio alto, donde los faroles parecían más preocupad
, le había advertido su madre una y otra vez. Los Moura no toleraban i
hermano era más fuert
su pecho. No podía entrar por la entrada principal. La luz de las lámparas, los murmullos elegan
idas. Un rincón olvidado en un muro de piedra antigua. Trepó como pudo, rasgándose l
terales hasta llegar a la puerta trasera de la servidumbre. No debía ta
. Sin se
, esa noche, te
o oscuro, tropezó de
una voz masculina, antes d
a lámpara de pared, estaba un joven de cabello oscuro desordenado y ojos intensos
uardo
nterrumpirlo en el
jos grandes y asustados. La escena era clara como el
azos. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, deteniéndose en s
ganta. Se debatió, aterrada, consciente de que una sola acusa
ir al fin, con una voz q
ó en los ojos de Eduardo. Alg
pobreza fuera contagiosa, pe
guntó, su voz ahora má
ar a la sirvienta. No podía admitir
ue mi
voz tembló. Y añadió, roga
evaluándola, como un ga
nina, elegante y seca, se oy
? ¿Qué su
de la verdadera amenaza
ñora
la despedirían. Podrían ac
brillando de diversión... y de algo más
al y la empujó dentro de una habitación oscura, cerrándola tr
rente contra la puerta, temblando, mientras
una línea invi
que ya no habr