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El vibrante mural de mi hermano Miguel, la obra que pintó con el alma y que celebraba la historia de nuestra gente, era su triunfo y nuestra esperanza. Pero esa noche, la risa de los vecinos se congeló con el rugido de camionetas negras y la aparición de Ricardo Mendoza, la serpiente que extorsionaba nuestro barrio. Miguel se negó a doblegarse, y en un instante, su futuro se hizo añicos: sus manos, sus preciosas manos de artista, fueron brutalmente destrozadas bajo la bota de Mendoza, mientras yo, Elena, era obligada a mirar, a presenciar cómo destruían su vida. Fui a la policía buscando justicia, pero solo encontré indiferencia, burlas y una advertencia directa de Ricardo: "Mi familia es dueña de este barrio, de la policía, de los jueces". Me sentí morir, derrotada, acorralada, ¿cómo se lucha contra un poder que lo compra todo, que puede destruir tu futuro y silenciarte con mentiras, que incluso entra a tu casa y daña a tus seres más queridos? Todos me decían que me rindiera, que aceptara el dinero y callara, pero entonces, mi mirada se posó en la placa de honor de mi padre, un agente de la Patrulla Fronteriza caído en cumplimiento del deber, y supo que él me había dejado más que un recuerdo: el camino para la verdadera justicia.