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El dolor se fue de golpe, así, sin más. Un segundo antes, cada parte de mi cuerpo gritaba, sentía cómo me arrancaban la esencia, un tormento sin fin en la oscuridad helada del Mictlán. Al siguiente, todo era calma. Estaba en mi habitación, la casa de mi familia, los Flores. Miré mis manos, jóvenes, fuertes. Pero la calma era un engaño. El calendario de piedra marcó el día: el de la ceremonia, el día en que todo se fue al carajo. Había vuelto al día en que mi hermano, Quetzal, profanó el Corazón de Maíz. Lo vi de nuevo: Quetzal, el elegido, de pie frente al altar. A su lado, esa mujer, Itzpapalotl, disfrazada de dulzura. La llamaban La Llorona. Ella le susurraba, sus ojos llenos de una ambición oscura. No vi un monstruo, sino a mi estúpido hermano, el que rompió el sello ancestral bajo la mirada sonriente de esa mujer. En mi vida pasada, corrí. Grité. -¡Quetzal, no! Fue inútil. La Llorona se interpuso, riendo, sellando la maldición con su esencia oscura. Después, el infierno. Quetzal se transfiguró en un monstruo. Nos masacró. Su risa resonaba mientras el pueblo ardía. A mí, me guardó para el final. Me torturó, saboreando mi dolor, recordándome que todo era mi culpa por no ser la elegida. Su odio fue lo último que vi antes de que mi alma fuera condenada al Mictlán. Estaba viva. Entera. La Xochitl de antes habría corrido, habría gritado, habría intentado detenerlo. Pero el recuerdo del Mictlán me detuvo. El dolor, la desesperación, la soledad infinita. Eso me había cambiado. Me había hecho más sabia, más dura. Mi primer impulso fue salvar a mi hermano, pero el Quetzal que yo amaba murió en el momento en que escuchó a esa mujer. Ahora, mi gente era lo importante, mi pueblo. Me levanté en silencio. Ya no era una víctima. Era la guardiana. Y esta vez, no iba a fallar.