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El viento helado de la Puna cortaba la piel mientras caminaba, con los ojos hinchados por las lágrimas ya secas, aferrándome a la urna que guardaba las cenizas de mi hijo Máximo. Mi esposo, Roy, a quien iba a entregarle los papeles del divorcio, no solo no creyó la devastadora verdad de la muerte de nuestro hijo, sino que, manipulado por mi hermana Sasha, me acusó de inventarlo todo para llamar la atención. Roy no mostró ni una pizca de dolor o preocupación por Máximo, se negó a firmar el permiso de entierro, y, en un acto que me desgarró el alma, entregó el amuleto de vicuña de nuestro hijo a Anderson, el niño mimado de Sasha, iniciando los trámites para adoptarlo y reemplazar así a nuestro propio hijo. ¿Cómo era posible que el hombre que juró amarme y el padre de mi hijo pudiera ser tan ciego, tan cruel, tan absolutamente desprovisto de humanidad ante el dolor más insoportable de una madre? Con la urna de Máximo fuertemente abrazada, un suéter de oveja, regalo irónico de Sasha que me irritaba la piel por mi alergia, desgarrado en mis manos, comprendí que la única salida era huir y llevarme a mi hijo lejos de esa casa, de él, y de Sasha.