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Marco solía llamarme su "Reina de Corazones", la única, la original. Juntos construimos un imperio de la nada, con mis manos junto a las suyas, ladrillo a ladrillo, sangre a sangre. Éramos imparables, mi "Halcón" y yo, su "Leona", gobernando nuestro reino en Sinaloa. Pero los imperios crecen, y con ellos, la ambición y la traición. Una noche, en el corazón de nuestra hacienda, Marco levantó su copa, no por mí, sino por "La Madrina", Isabella, la nueva aliada, la "reina de la plaza del sur". Ella lo besó, largo y descaradamente, justo delante de mí, mientras los susurros venenosos llenaban la sala. Mi silla, antes un trono, se convirtió en una jaula de oro. Intenté mantener la compostura, brindar con una sonrisa forzada, pero por dentro, algo se rompía, un cristal fino que se hacía añicos. Esa misma noche, Isabella, con la arrogancia de una conquistadora, invadió mi ala de la hacienda, ordenando a sus hombres que sacaran mis cosas, mis recuerdos. "Esta es mi casa", le dije, mi voz peligrosamente tranquila. "Era tu casa, Elena", se burló. "Ahora es mía. Marco me la dio". La furia me consumió, pero cuando Marco apareció, sus ojos fríos no fueron para mí, sino para su nueva reina. "Elena, ya basta. No me causes problemas," me ordenó, despojándome de mi hogar, mi estatus, mi dignidad, con unas pocas palabras. Fui desterrada a la casa de huéspedes, una prisionera en mi propia tierra, mientras ellos celebraban sobre los pedazos de mi corazón. Pero el golpe más cruel llegó dos semanas después, cuando la risa inocente de mi pequeña Sofía, mi hija de cuatro años, despertó los celos de Isabella. "Tu hija", dijo Isabella, "Las princesas no sirven para los imperios". Y entonces, ordenó a sus hombres que se la llevaran. Vi a mi Sofía, mi único corazón, desaparecer entre los hombres de Isabella, sus gritos desgarradores resonando en mis oídos. Corrí a Marco, supliqué, le rogué que la trajera de vuelta, pero él me miró con la misma frialdad que la noche en que me echó. "Es por el imperio, Elena", dijo, y luego, con una mueca de asco al verme vomitar por la náusea del horror, me abofeteó. Encerrada y golpeada, escuché los fuegos artificiales, celebrando su alianza, su poder, sobre mi dolor y el llanto de mi hija. No del amor, que ya estaba muerto. Fue el final de Elena "La Leona". Y el comienzo de algo mucho más oscuro. Mi desesperación se endureció, convirtiéndose en una resolución fría como el hielo. Había solo una cosa que hacer.