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Mi cuñada Rocío siempre intentó imitarme, pero nunca de una buena manera. Soportaba en silencio los caprichos incesantes de la familia de mi marido Javier, las despreciables imitaciones de Rocío y la indiferencia de mi propio esposo. Para ellos, yo era solo Isabel, la forastera de Jaén que tuvo suerte de casarse con su hijo, la "mujer obediente" que pagaba todas sus cuentas. Pero el día que estrené mi obra maestra para la Feria de Abril, un traje de flamenca diseñado con el alma, Rocío apareció con una copia barata y me acusó de haberla copiado a ella. Toda la familia se puso de su lado, mi suegra me llamó cruel, mi cuñado me exigió que me quitara el vestido, y mi marido, Javier, me pidió que no montara una escena por la "paz familiar". Me quedé helada, mirando cómo me humillaban y nadie movía un dedo por mí, aceptando pasivamente la mentira descarada. Subí a mi habitación, me quité mi creación y sentí la sangre hervir, la injusticia me corroía hasta los huesos. Esa noche, mientras escuchaba sus risas desde mi cuarto, supe que la paz familiar había terminado. Ahora les tocaba vivir la guerra, una guerra que yo misma iba a planear para recuperar todo lo que me habían quitado.