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Durante diecisiete años, vendí frutas humildemente en Oaxaca, criando a mi talentosa hija Luciana con la medalla de mi esposo caído, un infante de marina, como único recuerdo. Pero un día, mi mundo se hizo pedazos cuando la escuela llamó: Luciana estaba en el hospital, víctima de una brutal agresión por parte de Sasha Salazar, la hija del hombre más rico y poderoso de la ciudad. El magnate Máximo Salazar llegó al hospital, arrojó dinero a mis pies como limosna por nuestra tragedia y me advirtió que guardara silencio; cuando exigí justicia, su guardaespaldas me golpeó brutalmente. Fui humillada, mi casa destrozada, mi sustento aniquilado, y la foto de mi esposo y su preciada medalla fueron pisoteadas, mientras la policía y la escuela, compradas por Salazar, me cerraban todas las puertas. Con el alma desgarrada, las cenizas de Luciana en mis brazos y la medalla intacta de mi esposo en el bolsillo, emprendí un viaje desesperado hacia Veracruz, a la base naval donde él sirvió, buscando un último destello de esperanza. Pero justo al llegar, Máximo Salazar volvió a aparecer, pateó las cenizas de mi hija por el suelo, y pisoteó la medalla de mi héroe una y otra vez, pulverizando lo poco que me quedaba, hasta que un joven centinela, testigo de la barbarie, activó la alarma. En ese instante, la base se convulsionó, y el Almirante Roy Lawrence, el mentor de mi esposo y quien le entregó aquella medalla, emergió de la oscuridad, con una furia fría que prometía una justicia devastadora.