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Isabela Duarte es una joven secretaria eficiente, inteligente y de origen humilde que comienza a trabajar en una de las empresas más poderosas del país: Arsenault Enterprises. Lo que no esperaba era que su jefe directo fuera el enigmático y temido CEO, Gabriel Arsenault, un hombre casado, con fama de frío, implacable en los negocios... pero también irresistible. Lo que empieza como una relación estrictamente profesional pronto se convierte en una conexión peligrosa. Gabriel se siente atraído por la fuerza, la sinceridad y la frescura de Isabela, mientras ella lucha contra el deseo de no cruzar una línea que podría destruir su vida y reputación. Pero lo prohibido, a veces, es inevitable. A medida que la pasión entre ellos crece, también lo hacen los secretos, las amenazas, los celos y las decisiones difíciles. ¿Hasta dónde están dispuestos a llegar por un amor que no debería existir?
El silencio en el piso 47 era casi sagrado. Allí, el tiempo parecía moverse más lento, como si incluso los relojes se sometieran a la voluntad de Gabriel Arsenault, el CEO de Arsenault Enterprises, uno de los conglomerados más influyentes del país. El mármol impecable, el cristal pulido y la vista panorámica de la ciudad servían como recordatorio constante del poder que se concentraba en ese despacho.
Isabela Duarte sintió un pequeño nudo en el estómago mientras entraba con paso firme al área privada del CEO. A sus veintisiete años, había trabajado en entornos exigentes, pero nada se comparaba con estar a las órdenes directas de Gabriel. Se había incorporado hacía apenas una semana y, desde entonces, el hombre no le había dirigido más que miradas breves, algunas demasiado intensas para su gusto.
Ajustó su blusa blanca con discreción y sujetó la carpeta contra su pecho mientras se acercaba a la puerta de cristal que separaba su escritorio del despacho principal. Tocó dos veces.
-Adelante -dijo una voz profunda desde el interior.
La temperatura en la sala pareció bajar apenas cruzó el umbral. Gabriel estaba de pie junto a la ventana, con las manos en los bolsillos de su traje azul oscuro, observando el horizonte. El sol del atardecer teñía su figura de un dorado apagado, dándole un aire casi irreal. Se giró lentamente al escucharla entrar.
-Señor Arsenault, aquí está el informe que solicitó de las filiales en Latinoamérica -dijo ella, dejando la carpeta sobre su escritorio con profesionalismo.
Gabriel no respondió de inmediato. En lugar de eso, la observó. Isabela tenía una belleza que no gritaba por atención. Era sobria, elegante sin esfuerzo. Su cabello castaño oscuro recogido en una coleta baja, sus labios suaves sin exagerar el maquillaje, y sus ojos marrones, atentos y reservados.
-Gracias, Isabela -dijo finalmente, su tono más bajo de lo habitual.
Ella hizo una leve inclinación con la cabeza, pero antes de girarse para salir, él la detuvo.
-¿Siempre eres así de correcta?
Isabela parpadeó, confundida.
-¿Disculpe?
Gabriel avanzó lentamente hacia ella, sin dejar de mirarla.
-Tan puntual, tan pulcra, tan... contenida -dijo, deteniéndose a una distancia que aún era formal, pero lo suficientemente cercana como para que ella percibiera el leve aroma de su colonia-. ¿No te cansas de mantener todo bajo control?
La pregunta la descolocó. Se irguió.
-Me gusta hacer bien mi trabajo, señor Arsenault.
Él sonrió de lado. Esa sonrisa que las revistas llamaban "devastadora", y que en ese momento la hizo tragar saliva.
-¿Eso incluye evitar mirarme directamente? -añadió él, ladeando la cabeza.
Ella bajó los ojos un segundo. Sabía que no debía seguir el juego. Lo sabía. Pero algo en ese momento, en ese tono de voz, en esa cercanía... la hizo levantar la mirada. Lo miró. Directamente. Sin huir.
Los ojos de Gabriel eran de un gris claro que podía helarte o incendiarte, según cómo los usara. En ese momento, estaban en llamas.
-No suelo cruzar ciertos límites -respondió ella, firme, aunque su voz traicionó una leve vibración.
-Eso es lo interesante de los límites -murmuró él, dando un paso más-. Que alguien siempre quiere cruzarlos.
Hubo un silencio denso. El aire parecía cargado de electricidad.
Isabela retrocedió un poco, recuperando su postura profesional.
-¿Desea que reprograme su reunión con los inversionistas de Tokio? -preguntó con rapidez, intentando disipar la tensión.
Gabriel no insistió. No era un hombre impulsivo, y lo sabía. Cada paso lo daba con estrategia. Sonrió, satisfecho, al ver cómo ella recuperaba su barrera de hielo.
-No. Déjalo como está.
Ella asintió y giró para salir, sintiendo su mirada aún sobre ella. Cuando la puerta se cerró, Gabriel volvió a mirar por la ventana.
"Contenida, pero no indiferente", pensó.
Ella le interesaba. Y no por capricho. Había algo en Isabela Duarte que desafiaba su control, su autoridad, su rutina. Y Gabriel Arsenault era un hombre que, cuando ponía los ojos en algo -o alguien-, no descansaba hasta conseguirlo.
La mañana siguiente llegó con una energía distinta para Isabela. A pesar de sus intentos por mantener la cabeza fría, no pudo sacarse de la mente la mirada de Gabriel, ni ese breve instante en que se habían quedado frente a frente, midiendo distancias, límites y posibilidades. Se prometió a sí misma que no le permitiría que la desconcentrara.
El día en la oficina comenzó como de costumbre: llamadas, correos, agendas que llenar, informes que revisar. Pero todo cambió cuando el asistente de Gabriel le entregó un mensaje inesperado: "Pase a mi despacho a las tres de la tarde."
Tres horas parecían eternas.
Cuando por fin llegó el momento, Isabela caminó con pasos firmes hacia el piso 47, sabiendo que cruzar esa puerta significaba entrar en un territorio desconocido. Gabriel la esperaba, sentado detrás de su escritorio, con esa sonrisa calma y calculadora que tanto la inquietaba.
-Siéntate, Isabela -dijo, señalando la silla frente a él.
Ella obedeció, pero no pudo evitar notar cómo él se inclinaba ligeramente hacia adelante, acortando la distancia entre ambos.
-He estado revisando tu trabajo -comenzó-. Eres eficiente, puntual, y... tienes buen ojo para los detalles.
Isabela sintió un leve rubor subir por sus mejillas.
-Gracias, señor Arsenault.
-Pero eso no es todo -continuó él, sin apartar la mirada-. Hay algo más que me llama la atención.
Su voz bajó un tono, haciéndola sentir como si estuvieran compartiendo un secreto.
Gabriel se levantó y se acercó a la mesa. Por un instante, su mano rozó la de Isabela mientras pasaba un documento.
El contacto fue breve, pero suficiente para que una corriente eléctrica recorriera su piel.
-¿Siente eso? -susurró él, con media sonrisa-. Es el comienzo del juego.
Isabela tragó saliva, sin saber si estaba lista para jugar.
Gabriel se sentó de nuevo, pero esta vez colocó la mano sobre la mesa, cerca de la de ella, tan cerca que sus dedos casi se tocaban.
-No tienes que fingir que no te interesa -dijo, sus ojos fijos en los de ella.
Ella se aclaró la garganta y apartó la mirada, intentando mantener la compostura.
-No es apropiado, señor Arsenault.
-¿Quién dice que tengo intención de ser apropiado? -murmuró con voz grave, inclinándose hacia adelante-. Nadie aquí sabe lo que quiero hasta que se lo digo.
Su mano finalmente se deslizó con cuidado hasta tocar el dorso de la mano de Isabela. El roce fue suave, casi delicado, pero intenso.
-Esto no debe pasar -dijo ella con voz temblorosa-. Soy tu secretaria. Y tú estás casado.
-Eso es lo que nos hace prohibidos -replicó él, con una sonrisa ladeada-. Y lo prohibido siempre es más tentador.
Isabela sintió que el corazón le latía con fuerza, mezclando miedo y deseo. Quiso retirar la mano, pero la presión de Gabriel la detuvo. Sus dedos se entrelazaron lentamente, y en ese instante supo que no habría vuelta atrás.
Él apoyó la mano sobre la de ella, deslizando suavemente sus dedos.
-Solo dime una cosa -susurró-. ¿Quieres jugar?
El sonido de la puerta abriéndose de golpe cortó la tensión. Ambos se separaron al instante.
-Señor Arsenault, aquí está el reporte financiero que solicitó -dijo el asistente con voz neutral, sin percibir la atmósfera cargada.
Gabriel asintió, y el joven salió de la sala sin más.
Isabela respiró hondo, tratando de recuperar la compostura.
-Esto no puede pasar -repitió, casi para convencerse.
Gabriel sonrió, dejando escapar un suspiro.
-Por ahora, solo es un juego. Pero los juegos, Isabela... pueden convertirse en algo más.
Ella salió del despacho con la mente en un torbellino, consciente de que aquel roce, aquel contacto prohibido, había marcado el inicio de un camino del que no sabía si podría escapar.
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