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Hanna López trabaja de día, estudia de noche y guarda cicatrices que no se ven. David Fernández, su profesor de matemáticas, ha aprendido a no cruzar límites... hasta que ella entra a su clase un martes cualquiera. Entre fórmulas, miradas y silencios, algo empieza a encenderse. Una historia dulce, sexy y sin prisas, donde lo prohibido se convierte en tentación. Después de clase, nada volverá a ser igual... 🫦
Capítulo 1: Noche de números
A las seis y media de la tarde, el cielo sobre la ciudad comenzaba a oscurecerse lentamente. El viento traía consigo el olor a pan caliente de alguna panadería cercana, mezclado con el ruido del tráfico que parecía no tener fin. Hanna pedaleaba con fuerza, como cada noche, intentando ganarle al reloj. Había salido corriendo de su segundo trabajo, con la chaqueta medio puesta y el casco mal ajustado. La universidad quedaba a unos veinte minutos en bicicleta, y esa era su rutina de lunes a sábado.
Su cuerpo, aunque cansado, resistía con esa terquedad que solo tienen las mujeres que ya han vivido, que han trabajado duro, que saben que lo que tienen se lo han ganado. A sus 29 años, Hanna López era una mujer fuerte, de piernas gruesas, curvas reales y una sonrisa dulce, a veces cansada. Su piel morena brillaba bajo las luces tenues del campus, y sus rizos -aunque recogidos a toda prisa- escapaban en mechones rebeldes.
Estacionó la bicicleta, respiró profundo y subió las escaleras del bloque académico. Era martes, y eso significaba una sola cosa: clase de matemáticas con el profesor nuevo. Aún no lo conocía, era la primera vez que lo tendría.
Entró al salón, donde ya varios estudiantes estaban en sus asientos, algunos con café, otros revisando apuntes. Hanna se sentó en la tercera fila, sacó su cuaderno y se acomodó los audífonos. Aún no los encendía, pero le gustaba sentir que estaba en su burbuja.
Y entonces entró él.
No hizo falta que dijera nada. Su presencia llenó el aula como un susurro firme. Alto, con una camisa oscura remangada hasta los codos, dejando ver unos tatuajes sutiles. Su barba bien recortada, sus cejas gruesas y una mirada oscura, casi hipnótica. Llevaba un maletín cruzado y una botella de agua en la mano. Caminó con calma hasta el escritorio y dejó todo en su lugar.
-Buenas noches -dijo con voz grave y pausada-. Soy David Fernández. Seré su profesor de matemáticas aplicadas este semestre.
Hanna levantó la vista.
Y lo vio.
Por un segundo, sus ojos se encontraron. Él no sonrió, pero sus labios parecieron curvarse apenas, como si la hubiera notado de inmediato. Hanna sintió un calor extraño en el pecho, algo que no había sentido en años. Bajó la mirada de inmediato, fingiendo buscar un lápiz.
David comenzó a explicar la clase. Era claro, seguro, hacía preguntas sin forzar a nadie, y su voz... su voz parecía un ronroneo varonil que llenaba el aula sin necesidad de elevar el tono. Ella intentaba concentrarse, pero cada tanto se sorprendía mirándolo. Observaba sus manos grandes al escribir en el tablero, sus dedos marcados, la forma en que sus labios se movían al explicar una fórmula.
Esa noche no pasó nada. Solo fue una clase más.
Pero en algún lugar del cuerpo de Hanna, una pequeña chispa se había encendido.
Y lo peor (o lo mejor) era que volvería a verlo... el sábado por la tarde.
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