Victoria permanecía inmóvil junto a la ventana, su silueta recortándose contra el fondo del skyline de Barcelona. Su cabello castaño oscuro, habitualmente rebelde, estaba recogido en un moño impecable que revelaba la precisión y el control que la caracterizaban en su vida profesional como chef. Cada mechón rebelde que escapaba parecía ser un presagio de la libertad que estaba a punto de experimentar.
Sus ojos marrones, profundos y expresivos, contemplaban la ciudad con una intensidad que iba más allá de la simple mirada. Reflejaban un mar de emociones contradictorias: nerviosismo y expectación se entrelazaban en su mirada, como dos corrientes que luchaban por imponerse. El nerviosismo era un temblor casi imperceptible, como el susurro de un secreto a punto de ser revelado; la expectación, una chispa brillante que danzaba en el fondo de sus pupilas, prometiendo aventuras desconocidas.
La luz del atardecer jugaba con los contornos de su rostro, resaltando su belleza natural que combinaba elegancia y un toque de sensualidad discreta. Sus mejillas, ligeramente sonrosadas por la anticipación, contrastaban con su piel clara, creando un paisaje de emociones que ninguna pintura podría capturar completamente.
Cada respiración de Victoria parecía cargar el peso de una decisión que cambiaría irremediablemente el curso de su vida. La ciudad a sus pies seguía su ritmo habitual, ignorando por completo la revolución personal que estaba a punto de desatarse entre las paredes de este apartamento que había sido testigo de años de amor, rutina y ahora, posiblemente, de una nueva libertad.
Alejandro la observaba desde el otro lado de la habitación, una estatua de masculinidad contenida. Su complexión atlética, forjada en años de disciplina y práctica deportiva, se revelaba incluso bajo el traje a medida que parecía haber sido diseñado específicamente para su cuerpo. Cada línea del traje seguía el contorno de sus músculos definidos: los hombros anchos que sugerían años de entrenamiento, la cintura estrecha que descendía en una V perfecta, las piernas musculosas que traicionaban su pasado como atleta universitario.
El tejido gris perla del traje no ocultaba, sino que celebraba, su físico. Las solapas descansaban sobre sus hombros como si fueran un trofeo, y cada movimiento mínimo revelaba la elasticidad contenida de sus músculos. No era un cuerpo de gimnasio artificial, sino la obra de años de dedicación: músculos ganados en campos de fútbol, pistas de tenis y largas caminatas por los restaurantes que había construido.
Sus ojos verdes, de un tono que recordaba a las primeras hojas de la primavera, brillaban con una intensidad que iba mucho más allá de la simple mirada. En ellos danzaba una picardía casi tangible, como si guardara un secreto deliciosamente travieso. No era una picardía ingenua o juvenile, sino la de un hombre maduro que conoce el poder de la sugerencia, que entiende que la provocación más intensa no está en lo que se muestra, sino en lo que se insinúa.
Una ligera sonrisa se dibujaba en la comisura de sus labios, un gesto que completaba el mensaje de sus ojos. Era una sonrisa que hablaba de desafíos, de límites por romper, de aventuras por descubrir. Una sonrisa que decía más que mil palabras, que prometía emociones más allá de lo convencional.
Su mirada verde navegaba sobre Victoria con la precisión de un empresario evaluando una inversión y la sensualidad de un amante anticipando el primer contacto. Cada parpadeo era un guiño, cada movimiento de sus pupilas una invitación al juego que estaban a punto de comenzar.
La determinación en sus ojos no era solo profesional, era personal. Era el brillo de alguien que ha decidido reescribir las reglas de su propia existencia, que mira más allá de lo establecido con la seguridad de quien sabe que puede conquistar cualquier territorio que se proponga.
- Victoria -su voz sonó suave, pero firme-, ¿estás segura de que quieres hacer esto?
Ella se giró, los dedos temblando ligeramente contra su vestido. Una sonrisa nerviosa bailaba en sus labios, más que un gesto de alegría, era un reflejo de la tormenta de emociones que la sacudía por dentro. Sus manos, que habían tallado obras maestras culinarias y levantado copas de reconocimiento en los más prestigiosos escenarios gastronómicos del mundo, ahora parecían frágiles, como hojas a punto de desprenderse de una rama.
Victoria Ortega, la chef que había dejado huella indeleble en la gastronomía mundial, temblaba ante un desafío que ningún concurso internacional había preparado. Sus múltiples galardones no eran simples trofeos, eran testigos de una carrera construida con pasión y precisión quirúrgica.