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Damián no recordaba la ultima vez que vivió sin temor, sin dolor. Constantemente atormentado por las palizas y desprecio del mundo, lo único que lo mantenía aferrado a la vida era la promesa de tener algo que nunca recuerda haber tenido: Paz. Tentado, al borde del abismo, fue visitado por Conrad, el chico más codiciado del instituto con una particular propuesta: "¿No estás cansado de esto todos los días?" "¿Te gustaría que terminara, ahora?" "Yo quiero algo, quiero un juguete, y quiero uno como tú."
Ni los nudillos blancos, ni el dolor punzante en las palmas le hicieron darse cuenta de la fuerza que estaba usando para empuñar las tijeras; fue el frío que le llegó a los huesos de golpe después de una oleada acalorada de rabia, desespero y ansia. Fue dejar el filo inmóvil del arma a escasos milímetros de la garganta.
Damián deseaba hacerlo, no por terminar el acoso o el dolor, era para rebelarse de alguna manera. ¿Dejaría eso algún mensaje a sus acosadores, verdugos, a su padre? Entre más lo pensaba, menos tenía sentido. El impacto que causaría su muerte sería más para aquel que tuviera la desgracia de encontrar su cuerpo en el campo fuera del instituto, y siendo honestos, nadie lo encontraría como un suicidio, mucho menos un mensaje. Sería algún asalto, algún accidente o a lo mucho una lástima. Aunque hubiera una carta, o una prueba de todo y todos los que lo hicieron tomar tal trágica decisión, nadie la vería y a nadie le importaría, tal como mientras sigue vivo.
Quizá si el calor durara un poco más, quizá, sería recordado por cosas más interesantes que por ser el estudiante callado e introvertido del que sólo se conoce su apellido, no su nombre.
Dejó caer el brazo, ya entumecido y previamente adolorido por los moretones de la paliza usual de la tarde. Las tijeras no se fueron muy lejos, consolándolo con un "tal vez no hoy".
Respiró profundamente y a mitad de ello sintió más dolor, en las costillas y la espalda. ¿Sus matones habrían podido por fin romper algo y perforarlo, asesinarlo? No, eran más listos que malvados, y tampoco sentía que moría, sólo sentía lo usual y lo odiaba.
Odiaba el dolor y odiaba existir.
El cielo tenía rato de haber oscurecido, así que la única luz que iluminaba el campo trasero del instituto, aquella zona donde los alumnos buscaban algo de intimidad durante los festivales hacía años, pero vacía en los días ordinarios como los actuales, era la de un antiguo poste que el director no había considerado actualizar cuando las instalaciones se mejoraron. La luz, tan vieja, opaca y amarilla, a punto de desvanecer, era igual que la existencia de Damián y la única que merecía alumbrarlo, aunque sólo iluminara su camino, y no su presencia a los demás. Esa misma luz logró, milagrosamente, encandilarlo lo suficiente mientras estaba tendido, descansando de la paliza y la persecución, y recordarle que debía levantarse, cruzar el estacionamiento, la siguiente calle y esperar el autobús.
Como pudo, como todos los días, levantó su cuerpo, sus cosas, las tijeras y las lágrimas de incertidumbre que le quedaban para volver a casa.
Nadie le preguntaría cuándo fue la última vez que su rostro no estuvo inflamado, y tampoco le preguntarían cuándo dejó de importarle, aunque ninguna respuesta la conocía. No podía sentir lástima por el aspecto de sí mismo, sino sólo dolor, y necesidad de que terminara. Meticulosamente terminaba de colocar las últimas gasas y cinta para piel en el ojo izquierdo, no por ser perfeccionista, sino por no desperdiciar, con una exactitud que un voluntario de primeros auxilios envidiaría. No quedaban demasiadas cosas qué usar en su botiquín, así que no iba a darse el lujo de perder nada.
Se miraba con indiferencia a sí mismo en el espejo de su baño «Así es como todos te miran» se rió apenas con una sonrisa. «Tal vez yo también me golpearía» se mintió.
Si había algo que odiara quizá un poco más que los golpes, empujones y tirones en la preparatoria, era regresar a casa y lidiar consigo mismo, solo. Regresar al apartamento que se caía de a poco, de apenas doce metros cuadrados, demasiado frío en invierno y demasiado caluroso en verano, era tan desgastante como la carrera de todas las mañanas. Una casa que intentaba expulsarlo, y en vez de sentir el desconsuelo, se sentía aferrado a vivir en ella. Si él no podía huir, su departamento tampoco.
Una bombilla era suficiente para alumbrar el lugar. No valía la pena arriesgarse a un incendio o una factura de luz más alta. La lámpara de mesa, aunque en el suelo al lado del colchón, era suficiente para alumbrar la cocineta y lo que apenas estaba dispuesto a comer. «Oblígate a comer» insistía, aunque doliera y no tuviera ganas. Hace mucho que había perdido más de cuatro kilos debajo del mínimo para alguien de su complexión, así que eso no le ayudaba a verse mejor, ni sentirse mejor. En su momento cuando se dio cuenta del descuido, intentó recuperarse, aunque los resultados todavía no se veían.
El uniforme le quedaba más grande que el día que mandaron a confeccionarlo, aunque al menos podía seguir usándolo, pero era un recordatorio de todos los días que él mismo se hacía daño. ¿Cómo culparía a otros de acosarlo si él se hería a sí mismo?
O quizá la falta de apetito empezó después. Eso tampoco lo sabía, y tampoco nadie iba a preguntárselo.
Quizá la desnutrición lo hacía sentir más frío del que debería tener, porque incluso la cobija, después de un rato encima de él, estaba helada. Seguramente era el balcón, que anhelaba tapar con las cortinas, pero la vista al cielo, diferente al del campo donde terminaba tendido todos los días, se veía cuando menos lindo. Estrellas tenues pero abundantes. Finalmente algo que no dolía antes de dormir.
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