ndo se fue, yo no entendí. Pensé que nos había abandonado por dinero, que había preferido el lujo a nosotros. La odié por eso. La odié con toda la fuerza de mi corazón a
ación que en ese momento no supe leer. Me abrazó con fuerza y me dijo al oído que cuidara a la abuela y a Miguel, que todo lo hacía por ellos. Yo, tonta, me solté de su abrazo. Le grité que era una traidora, que nos estaba vendie
ferrada al dinero como si quemara. Miguel, demasiado pequeño, solo preguntaba cuándo volvería Ana a leerle cuentos. El dinero nos ayudó, sí. Compramos las medicinas de la abuela, comimos c
ntocable y que mi hermana seguramente estaba disfrutando de su nueva vida en algún paraíso fiscal. Su tono era burlón, como si yo fuera una niña ingenua. Salí de allí co
a morir en el intento. La abuela, al principio, se negó en redondo. Me sujetó el brazo con una fuerza que no creía que tuviera. Sus ojos, nublados por las cataratas, me suplicaban. "No, Elena. A ti no. No puedo perderlas a las dos", gemía. Su voz era un hilo débil, lleno de un pánico antiguo. M