uía fija en la figura de Ricardo, quien, incluso después del funeral, continuaba pegado a Elena. La ayudó a subir al coche con un
uelo de Sofía, un hombre anciano y cariñoso que había sido amigo del profesor fallecido. E
ijo el anciano con voz rasposa. "Me alegra
, respondió Sofía, f
mpre ha sido así con Elena, muy sobreprotector. Pero no te dejes engañar, niña. A ti te quiere de
e le ha pasado"? Qué ironía. Si supiera que ese mismo hombre le había exigido un órgano como si fuera
espondió Sofía, su voz teñida de un cinismo que ni ella misma
er del todo la profundidad de su amargura.
interior, la decisión era de granito. No hab
a, comenzó a caer. Ricardo, que ya estaba dentro del coche con Elena, arrancó el mot
llamar a mi chófer. Esper
abeza. "No se preocupe,
ió bajo el pequeño toldo de una tienda cerrada, temblando de frío, con el vestido negro empapado y pegado a la piel.
, y sin más, empezó a
uerzo. El viento helado la golpeaba, y el frío se le metía hasta los huesos. Caminó por casi una hora, empapada y tiritando, pensa
n rastro de agua. Al entrar en el apartamento, se quitó los zapatos mojados y el vestido empapado y se metió directam
ontrolablemente. Su cuerpo le dolía, su cabeza palpitaba. Era la consecuencia física de un día de estrés emocional y un