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"Planeta tierra. Población: 1 No logramos entender cómo pasó. El primero de septiembre de 2019, sucedió. Todos estábamos bien y de un momento a otro las personas comenzaron a morir asfixiadas. Poco a poco, el mundo se sumió en un pasmoso silencio. Cuando desperté, me encontré con el horroroso panorama de millones de cadáveres. Todos estaban muertos. Poco después descubrí que en realidad quedábamos siete supervivientes, y me uní a ellos. Algunos se dedicaron a investigar lo que había sucedido, el porqué de la extinción de la raza humana; pero murieron de una forma extraña al poco tiempo. Los que quedamos atrás luchamos por sobrevivir, pero, aun así, los demás fallecieron también al cabo de unos meses. Ahora solo yo habito el mundo, soy la única que queda en el planeta... O al menos, eso creía."
Porque ante todo somos humanos.
Y el ser humano es miedo y soledad,
pero también valor y compañía.
Capítulo 1
Muchas cosas pasaron después del primero de septiembre: La electricidad cesó.
Los relojes de cuerda se detuvieron.
El musgo comenzó a crecer por todas partes. El silencio se apoderó del mundo.
Los satélites cayeron como lluvia.
Y la historia del hombre quedó en el pasado. Pero, ¿qué sucedió ese día? Nadie lo supo.
Nunca hubo una alerta. Nadie dijo: «Los humanos se extinguirán hoy», así que solo pasó como sucede cualquier cosa. ¿Que si lo esperamos? Jamás. Despertamos pensando que sería un día normal, y para cuando dio la tarde ya todos se habían asfixiado sin razón aparente.
Sí, como si de repente todo el oxígeno del mundo desapareciera.
Pero el oxígeno estaba allí. No había desaparecido. Se trató de que «algo» ocasionó que los habitantes de la ciudad presentaran severos problemas para respirar. Causó desesperación e histeria. Miedo y agonía. Así, después de tan solo unos segundos todos parecían gusanos que se retorcían en el suelo.
Ese día del incidente -como suelo llamarle- me salvé gracias a mi padre. Tengo vagos recuerdos sobre esto, pero sé que con sus últimas fuerzas logró encerrarme en el sótano de nuestra casa, en donde me desmayé por el miedo. Al despertar tenía puesta una máscara de gas y la cabeza hinchada de dudas.
En cuanto salí en busca de mi familia solo encontré cadáveres en las calles, en los establecimientos y en cada rincón de la ciudad.
Todos habían muerto.
No entendí cómo era que había sucedido. En verdad creí que no quedaba nadie más que yo, hasta que encontré a los Seis.
Fue tres semanas después del incidente al abandonar mi ciudad natal porque se había quedado sin luz eléctrica. Los Seis eran un grupo de sobrevivientes. El grupo estaba conformado por personas de diferentes ciudades que al igual que yo no le hallaban explicación a la muerte de la humanidad.
Terminé viviendo con ellos. Para ese entonces era una niña asustada, débil y desesperada; una persona incapaz de sobrevivir por sí sola. Y aunque no conocía del todo a esas personas e incluso desconfiábamos los unos de los otros, intentamos iniciar una nueva vida.
Claro, si era que a eso se le podía llamar «vida».
Hicimos muchas cosas durante el primer año. Encendíamos la televisión esperando encontrar señales de vida en otras ciudades o países, pero no había programación, tampoco radio, ni mensajes, ni señales, nada. Lo único que había eran millones de cuerpos descomponiéndose, millones de malditos cadáveres emanando olores nauseabundos.
También viajamos a otras ciudades, pero en todas encontramos lo mismo: cadáveres. Cuerpos que después de seis meses reposando al aire libre, aún se mantenían en un casi perfecto estado.
Al terminar los viajes estuvimos seguros de que éramos los únicos sobrevivientes.
Con el pasar del tiempo lo confirmamos pues no llegó nadie más.
Éramos siete personas en el país, siete personas que de día intentaban llevar una vida como si nada hubiera pasado, pero que de noche lloraban a escondidas mientras pensaban en el suicidio como una vía rápida para huir de lo inexplicable.
Las noches en ese mundo despoblado eran incluso más frías. Perder a todas las personas fue una pesadilla. Ver la ciudad repleta de cadáveres era todavía peor. Y parecía absurdo, pero aunque los humanos fuesen el mayor peligro para la tierra, esta era nada sin ellos.
Tuvimos que aceptar la realidad:
Nos quedamos completamente solos.
Así que pasé meses sentada frente a una de las ventanas de la casa en donde habíamos decidido alojarnos, dedicándome a mirar el cielo mientras me preguntaba cómo había sucedido aquello, y cómo era que nosotros siete seguíamos con vida.
Poco a poco caí en la depresión. Me convertí en una muchacha callada que casi nunca entablaba conversación con alguna otra persona del grupo. Hablaba nada más que para preguntar lo necesario, agradecer por la comida o instruirme en alguna tarea.
Aprender lo básico de la supervivencia fue indispensable. Gracias a Dan, policía e integrante de los Seis, entendí cuán necesario era el uso de la gasolina para nosotros. También me enseñó cómo era el manejo de nuestra pequeña central eléctrica a base de energía eólica, la que usábamos para seguir teniendo una vida más o menos parecida a la que habíamos perdido; e igualmente me enseñó a elegir enlatados que duraran mayor tiempo, y de qué forma abrir cualquier auto por más cerrado estuviera.
Y así pasó el primer año.
Cuando llegó el segundo, los Seis comenzaron a morir.
Inició en octubre, para ser específica. Fue repentino y muy extraño. Los veíamos bien una noche y al día siguiente encontrábamos sus cuerpos sin vida. ¿Cómo sucedía? Ni siquiera lo sabíamos, porque sus cuerpos inertes no se parecían a aquellos que habían muerto por asfixia.
Diana, la bioanalista, falleció primero. Tenía cuarenta años. Aunque se pasó casi la mayor parte del tiempo encerrada en su habitación realizando análisis, lo más relevante que nos dijo fue que la naturaleza presentaba un cambio un tanto alarmante; que el color natural de las plantas se había transformado en un tono opaco, y que las hojas de los árboles habían adquirido un matiz rosáceo bastante curioso. Además de eso nos advirtió que de la tierra estaban surgiendo raíces de un tamaño enorme y anormal, y que aquello era inexplicable.
Ella murió el primero de octubre de 2020.
Susy, una anciana, nos dejó después. Fuerte, decidida y muy inteligente. Se aseguró de mantenernos cuerdos sin recurrir a las mentiras. Murió el primero de noviembre de ese mismo año sin aportarnos nada importante sobre el suceso.
De tercero siguió Dan, mi instructor. El hombre al que le debía mis conocimientos adquiridos durante el tiempo de soledad. El policía más noble que había conocido, una compañía que, al irse, le sumó otro vacío más a mi alma.
Falleció el dos de diciembre.
Un mes después nos dejó Jackson ya casi entrado en los cincuenta. Su vocación fue profesar la palabra de la religión a la que había pertenecido. Sus días consistieron en vociferar que lo sucedido era un castigo de Dios y que los que sobrevivimos éramos los elegidos para ir al paraíso.Murió el tres de enero de 2021.
Quino, el quinto del grupo, murió el cinco de marzo a la edad de treinta años. Adicto a la lectura, muy culto y muy preciso. Formuló muchas teorías junto a Dan, pero omitíamos sus palabras porque casi siempre terminaban discutiendo.Cuando el ocho de abril murió Marie, la pequeña de quince años y la última que quedaba del grupo junto a mí, me quedé sentada en el piso mirando su cuerpo. Me pregunté si pronto sería mi turno, si finalmente me iría. Me pregunté también si la muerte dolería, pero entonces me di cuenta de que el dolor físico que pudiera sentir no sería más fuerte que el dolor emocional que experimentaba en esos momentos.
Solo debía esperar.
Tenía que seguir esperando.
Pero pasaban los días y no moría. Ni siquiera sé por qué no sucedió.
Esperé y esperé, pero no llegó. De hecho, esperé tanto que me cansé de hacerlo. Me vi obligada a aceptar la realidad, y me detuve a pensar si en verdad quería quedarme sumida en la depresión, mirando a través de la ventana.
Entendí entonces que no moriría, y si no iba a morir, tampoco me quedaría encerrada sufriendo. Así que me obligué a cambiar, a verme como la única persona que quedaba en la tierra, y me exigí comprender que lo que debía hacer era sobrevivir.Poco a poco la depresión comenzó a desvanecerse y a hacerse presente solo durante algunas noches. Un instinto de exploración se desarrolló en mí y empecé a pasear por las calles tratando de encontrarle algún sentido a mi existencia.
Inicié por mudarme de ciudad, porque el lugar en donde había vivido con los demás estaba impregnado del eco imaginario de sus voces. Tomé un auto, conduje hacia algún lado y llegué a un nuevo pueblo. Escogí la casa más bonita y luego fui al supermercado más grande para abastecerme con los enlatados que aún estuvieran aptos para ser consumidos. Mi dieta se basó en algunas ensaladas con plantas que podían ser digeridas, granos y además algunos trigos que prometían durar hasta treinta años.
Después de eso viví como cualquiera lo hubiese querido, pero sola. Tomé todos los autos que aún podían conducirse, junté todo el dinero que había en los bancos -aunque no me servía de nada- y rompí las reglas de conducta social que pudieran existir.
El mundo se convirtió en mi mundo, y durante las tardes de aburrimiento incluso me divertía un poco creando leyes y estatutos como:
Toda la comida es gratis. No existen las escuelas.
Queda oficialmente establecida la paz mundial. Quedan disueltas las religiones.
Admito que algunas veces me preocupó mi salud mental, aunque ser una desequilibrada no debía ser grave si no había nadie más en la tierra que pudiese tildarme de loca, ¿cierto?
Pero llegué a pensar que ya estaba cruzando la línea que separaba la cordura de la demencia, porque durante tres meses mi único pasatiempo fue juntar los cadáveres del pueblo -los que no pesaban tanto- para, en un acto de entero respeto, quemarlos y no tener que pasar sobre ellos al caminar por las calles.
Descubrí que una de las cosas más horribles del mundo era tropezar con un cadáver, así que me ocupé de eso. Después de todo, tenía muchísimo tiempo libre.
En el transcurso de esos tres meses me di cuenta algo insólito. Ocurrió de un momento a otro: los cadáveres comenzaron a transformarse en una masa de carne amorfa no descompuesta y putrefacta.
No necesité haber estudiado medicina para comprender que algo no estaba sucediendo como debía de ser. Pero viéndome inhábil para analizar esa rareza como un científico lo hubiese hecho, lo único que podía hacer era especular y seguir mi camino.
Entre los pasatiempos que se me ocurrían, la soledad era como una moneda lanzada al aire. Cuando caía por un lado, mi día era interesante y entretenido, y el hecho de que no hubiese nadie más era beneficioso. Cuando caía por el otro lado, no salía de casa ni por un momento, lloraba por horas y el suicidio era lo único que rondaba mi mente.
Pasó el tiempo y de alguna forma aprendí a controlar mis emociones para que no fuesen tan volubles. Logré adaptarme al desierto en el que se había convertido el mundo, a pesar de que en el fondo extrañaba escuchar otras voces y deseaba compartir con alguien más lo que ahora estaba a mi alcance.
Pero eso no sucedería, porque todo indicaba que era la única persona que quedaba en el mundo.
Ya no había nadie más.
✦✦✦
Un primero de agosto me encontraba en la vieja tienda de libros. Para distraerme tomé algunos títulos. La mayoría los había leído más de dos veces, pero hacían que mi mente se pusiera a trabajar y eso era lo único que necesitaba para soportar el día a día.
Guardé los libros dentro de mi vieja mochila y luego me cubrí el rostro con la máscara antigás que solía usar. A veces llegaba hasta el pueblo alguna emanación tóxica proveniente de las industrias de las grandes ciudades, y la máscara me protegía de ello, pero también servía para no vomitar por el hedor que producían los cadáveres.
Salí de la tienda. Las calles asfaltadas estaban cubiertas de musgo y en algunas aceras la hierba se expandía, amenazando con apoderarse de todo en el futuro. Los autos seguían en las mismas posiciones, algunos estrellados contra otros y unos pocos bien estacionados. La tierra sin humanos se había transformado, pero los cambios en tres años no habían sido tan drásticos. Llovía menos y el aire estaba más limpio en los pueblos. Estaría a salvo siempre y cuando no me alcanzara la contaminación nuclear.
Me coloqué los audífonos para tener algo de música que escuchar y comencé a andar rumbo a casa.
Mientras avanzaba inmersa en la letra de la canción, me encontré ante los restos de dos grandes faroles que quizás se habían caído por el deterioro de su estructura. Los rodeaba una enorme y verdosa raíz de aquellas que de forma misteriosa habían comenzado a aparecer en distintas partes de la tierra. En el piso también se veía una larga y profunda grieta que el mismo tubérculo había causado al salir.
El camino estaba bloqueado.
Evalué mis alrededores buscando alguna vía alternativa y tomé como ruta un callejón angosto que podía dar salida al otro lado de la calle. Cuando llegué al final, segura de que encontraría la carretera principal de nuevo, me sentí desorientada, como si apenas descubriera mi propio pueblo.
Había dado al inicio de una calle que parecía ser la entrada a una pequeña y reservada urbanización.
De inmediato me llamó la atención la última vivienda de la esquina. Tenía un lazo de color negro sobre la puerta de entrada, como cuando alguien moría y la familia quería encargarse de que supieran que estaban de luto.
A pesar de que temí encontrar otro cuerpo maloliente, me adentré en la casa por pura curiosidad, porque era de día y porque así cualquier cosa me asustaría menos. Vamos, era valiente, pero estaba sola en el mundo. Si escuchaba algún ruido sufriría un «infarto diarreico», término que había inventado porque ahora era la dueña de todo y porque no había nadie que pudiera corregirme, ¿qué más daba?
Abrí la puerta con confianza, tal y como entraba a todos los lugares de la ciudad. Exploré la casa. Sala, cocina, armario y jardín vacíos. Subí las escaleras y encontré a una mujer en el suelo de la habitación principal del segundo piso. El cadáver estaba en muy mal estado. Su piel hinchada y difícil de descifrar había adquirido un color negro, y sus extremidades daban la impresión de estar tiesas. En la mano, o al menos en lo que quedaba de ella, brillaba un relicario de oro.
Lo tomé para fisgonear.
Salí de la habitación, me detuve en medio del pasillo y miré el interior del relicario. Había dos fotos bastante bonitas: una mujer y un niño de unos diez años. Supuse que la mujer era la que estaba muerta, y que si seguía en aquella casa era probable que me encontrara con el cadáver del pequeño.
La imagen madre e hijo me conmovió. No podía dejar ese objeto desvanecerse en el olvido, así que lo guardé en mi mochila y me dispuse a salir de allí. Pero antes de bajar las escaleras, retrocedí.
Fue un movimiento muy extraño que no comprendí. La idea me llegó de golpe. Tan solo quise hacerlo, sin razón alguna, y me di cuenta de que me había faltado revisar una habitación. Entonces me atreví a atravesar la puerta.
Me pregunté si había sido la habitación de una chica, pero me di cuenta de que era la de un chico. Todo en ella era muy simple. Había ropa masculina en el suelo e incluso una revista playboy sobre la cama.
-Al menos se divertía -murmuré mientras miraba la portada de la revista.
No había nada interesante ahí salvo por un pequeño libro sobre un viejo escritorio de madera. Tenía una tapa de cuero negro y un raro símbolo en el lomo, como de una flor. Lo tomé, intrigada, y entonces lo abrí en la primera página:
ESTE LIBRO PERTENECE A LEVI H.
-Veamos qué escribías, Levi H -dije en voz alta sin apartar la mirada del libro.
La primera hoja estaba en blanco. Pasé a la segunda y vi que algunas páginas habían sido arrancadas. Avancé un poco más hasta encontrar algo y comencé a leer desde donde se podía:
Primera anotación de Levi:
Algo muy malo va a ocurrir.
Lo sé porque el abuelo no deja de repetir: «tienes que estar preparado». Me gustaría preguntarle que para qué debo prepararme, pero sería perder el tiempo. Desde que le diagnosticaron Alzheimer lo tachan de viejo loco, y yo sé muy bien que él siempre estuvo cuerdo. A veces pienso que también sufro de Alzheimer, pero sé que no es así, que eso es imposible al ser tan joven. Hay cosas que no puedo recordar, como si mi mente estuviese en blanco o no tuviera un pasado. Me alegra haberme dado cuenta de ello. Por ahora mis dudas son demasiadas, pero poco a poco me iré aclarando. Espero que mamá no descubra que robé este libro de la biblioteca del abuelo, porque si no me mataría.
Hubo algo entre lo escrito que me intrigó y me atrajo de forma inmediata. Fue como si de pronto estuviera muy segura de que quería leerlo hasta final, y admití que después de tres años era la primera vez que mi interés y mis dudas se despertaban con tanta intensidad.«Algo muy malo va a ocurrir», decía, y realmente había ocurrido. ¿Lo había predicho Levi H? Y si era así, ¿en dónde estaba?, ¿en dónde se encontraba su cuerpo?
Guardé el libro en la mochila apelando a la idea de que no podía dejarlo. Luego inspeccioné cada habitación con la intención de encontrar el cadáver del chico, pero en ningún momento lo hallé. El único cuerpo que había en toda la casa era el de la mujer.
Lo leído Qué no podía recordar? ¿Por qué su primera línea advertía que algo malo ocurriría? Había más hojas por leer, así que salí de ahí y fui a casa sin hacer paradas. Quizás era momento de comenzar a buscar la verdad.
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