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Newland Archer, un prometedor abogado, está resignado a conformarse con una vida tranquila junto a su prometida May Welland, una joven adorable pero totalmente convencional. Sin embargo, cuando la condesa Olenksa, la rebelde prima de May, vuelve a Nueva York precedida por los escándalos de su vida amorosa, Newland lo arriesga todo ante la oportunidad de vivir un amor verdadero
1
Era una tarde de enero de comienzos de
los años setenta. Christine Nilsson cantaba
Fausto en el teatro de la Academia de Música
de Nueva York.
Aunque ya había rumores acerca de la
construcción -a distancias metropolitanas bastante remotas, "más allá de la calle Cuarenta"-
de un nuevo Teatro de la Opera que competiría
en suntuosidad y esplendor con los de las
grandes capitales europeas, al público elegante
aún le bastaba con llenar todos los inviernos los
raídos palcos color rojo y dorado de la vieja y
acogedora Academia. Los más tradicionales le
tenían cariño precisamente por ser pequeña e
incómoda, lo que alejaba a los "nuevos ricos" a
quienes Nueva York empezaba a temer, aunque, al mismo tiempo, le simpatizaban. Por su parte, los sentimentales se aferraban a la Academia por sus reminiscencias históricas, y a su
vez los melómanos la adoraban por su excelente acústica, una cualidad tan problemática en
salas construidas para escuchar música.
Madame Nilsson debutaba allí ese invierno, y lo que la prensa acostumbraba a llamar "un público excepcionalmente conocedor"
había acudido a escucharla, atravesando las
calles resbaladizas y llenas de nieve en berlinas
particulares, espaciosos landós familiares, o en
el humilde pero práctico coupé Brown. Ir a la
ópera en este último vehículo era casi tan decoroso como hacerlo en carruaje propio; y retirarse de igual manera tenía la inmensa ventaja de
permitir (con una alusión jocosa a los principios
democráticos) trepar en el primer transporte
Brown de la fila, en vez de esperar hasta que
apareciera la nariz congelada por el frío y congestionada por el alcohol del cochero particular
reluciendo bajo el pórtico del Teatro. Una de las
mejores intuiciones del cochero de alquiler fue descubrir que los norteamericanos desean alejarse de sus diversiones aún con mayor prontitud que llegar a ellas.
Cuando Newland Archer abrió la puerta
del palco del club, recién subía la cortina en la
escena del jardín. No había ningún motivo para
que el joven llegara tarde, pues cenó a las siete,
solo con su madre y su hermana, y después se
quedó un rato fumando un cigarro en la biblioteca gótica con estanterías barnizadas en nogal
negro y sillas coronadas de florones, que era la
única habitación de la casa donde Mrs. Archer
permitía que se fumara. Pero, en primer lugar,
Nueva York era una metrópolis perfectamente
consciente de que en las grandes capitales no
era "bien visto" llegar temprano a la ópera; y lo
que era o no era "bien visto" jugaba un rol tan
importante en la Nueva York de Newland Archer como los inescrutables y ancestrales seres
terroríficos que habían dominado el destino de
sus antepasados miles de años atrás.
La segunda razón de su atraso fue de carácter personal. Se le pasó el tiempo fumando
su cigarro porque en el fondo era un gozador, y
pensar en un placer futuro le daba una satisfacción más sutil que su realización, en especial
cuando se trataba de un placer delicado, como
lo eran la mayoría de sus placeres. En esta
oportunidad el momento que anhelaba era de
tan excepcional y exquisita calidad que incluso
si hubiera cronometrado su llegada con el director de escena no podría haber entrado en el
teatro en un momento más culminante que
cuando la prima donna comenzaba a cantar:
"Me quiere, no me quiere, ¡me quiere!", dejando
caer los pétalos de una margarita entre notas
tan diáfanas como el rocío.
Ella decía, por supuesto "¡Mama!" y no
"me quiere", ya que una ley inalterable e incuestionable del mundo de la música ordenaba
que el texto alemán de las óperas francesas,
cantadas por artistas suecas, debía traducirse al
italiano para mejor comprensión del público anglo-parlante. Esto le parecía muy natural a
Newland Archer, igual que todas las demás
convenciones que moldeaban su vida, como
tener que usar dos escobillas con mango de
plata y su monograma esmaltado en azul para
hacer la raya de su cabello, y la de jamás aparecer en sociedad sin una flor en el ojal (de preferencia una gardenia).
"Mama... non mama..." cantaba la prima
donna, y "¡Mama!" con un estallido final de
amor triunfante, en tanto apretaba en sus labios
la deshojada margarita y levantaba sus ojos
hacia el sofisticado semblante del pequeño y
moreno Fausto-Capoul, que trataba en vano,
enfundado en su estrecha casaca de terciopelo
púrpura y con su sombrero emplumado, de
parecer tan puro y verdadero como su ingenua
víctima.
Newland Archer, apoyado contra la pared del fondo de su palco, quitó sus ojos del
escenario y examinó el otro lado del teatro. Justo frente a él estaba el palco de la anciana Mrs Manson Mingott, cuya monstruosa obesidad la
imposibilitaba, desde hacía tiempo, de asistir a
la ópera, pero que en las noches de gala estaba
siempre representada por los miembros más
jóvenes de la familia. En esa ocasión, el palco
estaba ocupado, en primer lugar, por su nuera,
Mrs. Lovell Mingott, y su hija, Mrs. Welland;
detrás, y un tanto retirada de aquellas matronas
vestidas de brocado, se sentaba una joven con
traje blanco, que miraba extasiada a los amantes del escenario. Cuando el "¡mama!" de Madame Nilsson hizo vibrar el teatro silencioso
(en los palcos siempre se dejaba de hablar durante el aria de la margarita), un cálido color
rosa tiñó las mejillas de la joven, que se ruborizó hasta las raíces de sus rubias trenzas; el rubor se extendió por la juvenil curva de su pecho
hasta donde se juntaba con un sencillo escote
de tul adornado con una sola gardenia. Bajó los
ojos hacia el inmenso ramo de lirios silvestres
que tenía en su regazo, y Newland Archer vio
que las yemas de sus dedos, cubiertos por blancos
guantes, tocaban suavemente las flores.
Sintiendo su vanidad satisfecha, Archer suspiró
y volvió los ojos al escenario.
No se había ahorrado gastos en la escenografía, que fue calificada de bellísima aun
por quienes compartían con Archer su familiaridad con la Opera de París y de Viena. El primer plano, hasta las candilejas, estaba cubierto
con una tela verde esmeralda. A media distancia, algunos montículos simétricos de un verde
musgo de lana cercado por argollas de croquet
hacía de base para arbustos que parecían naranjos y estaban salpicados de enormes rosas
rosadas y rojas. Gigantescos pensamientos,
muchísimo más grandes que las rosas y muy
parecidos a los limpiaplumas florales que hací-
an las señoras de la parroquia para los clérigos
elegantes, sobresalían del musgo bajo los rosales; y aquí y allá una margarita injertada en una
rama de rosa florecía con la exuberancia profética de los remotos prodigios de Mr. Luther
Burbank.
En medio de este jardín encantado, Madame Nilsson, vestida de cachemir blanco con
incrustaciones de satín azul pálido, un pequeño
bolso que colgaba de un cinturón azul y gruesas trenzas amarillas colocadas cuidadosamente a cada lado de su blusa de muselina, escuchaba con ojos bajos los apasionados galanteos
de Mr. Capoul, y asumía un aire de ingenua
incomprensión a sus propósitos cuando éste,
con palabras o gestos, indicaba persuasivo la
ventana del primer piso de la pulcra casa de
ladrillo que sobresalía en forma oblicua desde
el ala derecha.
"¡Qué adorable!" -pensó Newland Archer,
cuya mirada había vuelto a la joven de los lirios
silvestres-. "No tiene idea de qué se trata todo
esto". Y contempló su absorto rostro juvenil con
un estremecimiento de posesión en que se mezclaba el orgullo de su propia iniciación masculina con un tierno respeto por la infinita pureza
de la joven. "Leeremos Fausto juntos... a orillas
de los lagos italianos...", pensó, confundiendo
en una nebulosa el lugar de su planeada luna
de miel con las obras maestras de la literatura
que sería su privilegio varonil enseñar a su novia. Fue recién esa tarde que May Welland le
dejó entender que a ella "le importaba" (la consagrada frase neoyorquina de aceptación que
dice una joven soltera), y ya su imaginación,
pasando por el anillo de compromiso, el beso
en la fiesta y la marcha nupcial de Lohengrin, la
ponía a su lado en algún escenario embrujado
de la vieja Europa.
No deseaba por ningún motivo que la futura Mrs. Newland Archer fuera una inocentona. Quería que ella (gracias a su esclarecedora
compañía) adquiriera tacto social y un ingenio
rápido que le permitieran hacer frente a las
mujeres casadas más admiradas del "mundo
joven", en el que se acostumbraba atraer el
homenaje masculino y rechazarlo en medio de
bromas. Si hubiera escudriñado hasta el fondo
de su vanidad (como casi lo hacía algunas veces), habría descubierto el deseo de que su esposa fuera tan avezada en las cosas mundanas
y tan ansiosa de complacer, como aquella dama
casada cuyos encantos dominaron su fantasía
durante dos años bastante agitados; por supuesto que sin una pizca de la fragilidad que
casi echó a perder la vida de ese ser infeliz, y
que trastornó sus propios planes durante todo
un invierno.
Cómo crear aquel milagro de fuego y hielo y que perdurara en un mundo tan cruel, era
algo que nunca se dio el tiempo de pensar; pero
se alegraba de mantener este punto de vista sin
analizarlo, ya que sabía que era el de todos
aquellos caballeros cuidadosamente peinados,
de chaleco blanco, flor en el ojal, que se sucedí-
an en el palco del club, que intercambiaban
amistosos saludos con él y volvían sus anteojos
de teatro para mirar críticamente el círculo de
damas. En asuntos intelectuales y artísticos,
Newland Archer se sentía claramente superior
entre esos escogidos especímenes de la antigua
aristocracia neoyorquina; probablemente había leído más, pensado más, e incluso visto mucho
más del mundo que cualquiera de los hombres
del numeroso grupo. Por separado, éstos dejaban traslucir su inferioridad, pero agrupados
representaban a Nueva York, y el hábito de
solidaridad masculina hacía que Archer aceptara su doctrina en todos los aspectos llamados
morales. Instintivamente sentía que al respecto
sería fastidioso -y hasta de mal gusto- correr
con colores propios.
-¡Vaya, no puedo creerlo! -exclamó Lawrence Lefferts apartando abruptamente del escanario sus anteojos de teatro.
Lawrence Lefferts era, por sobre todo, la
máxima autoridad en cuestiones de "formalidades" de toda Nueva York. Probablemente
dedicaba más tiempo que nadie al estudio de
esta intrincada y fascinante materia; pero el
solo estudio no explicaría su absoluta maestría
y facilidad. Bastaba, mirarlo desde la amplia
frente y la curva de su hermoso bigote rubio
hasta los largos zapatos de charol al otro extremo de su esbelta y elegante silueta, para sentir que el conocimiento de las "formalidades"
debía ser congénito en alguien que sabía usar
ropa tan buena con tanta soltura y lucir tal estatura con una gracia tan lánguida. Como dijo
una vez un joven admirador suyo: "Si hay alguien que pueda decirle a otro cuándo debe
usar corbata negra con traje de etiqueta y cuándo no, ese es Larry Lefferts." Y en la controversia que hubo entre el uso de escarpines y zapatos Oxford de charol, su autoridad jamás fue
discutida.
-¡Dios mío! -suspiró, y en silencio le pasó
los anteojos al anciano Sillerton Jackson.
Newland Archer, siguiendo la mirada de
Lafferts, vio con sorpresa que su exclamación
era ocasionada por la entrada de una nueva
persona al palco de Mrs. Mingott. Era una mujer joven y delgada, un poco más baja que May
Welland, de cabello castaño peinado en rizos
pegados a las sienes y sujeto por una fina banda de diamantes. El estilo de su peinado, que le daba lo que entonces se llamaba "estilo Josefina", se repetía en el corte de su traje de terciopelo azul oscuro que se ceñía en forma bastante
teatral bajo el busto con un cinto adornado con
una enorme y anticuada hebilla. La mujer que
llevaba este inusual vestido, y que parecía absolutamente inconsciente de la atención que atraía, se quedó parada un momento en medio del
palco hablando con Mrs. Welland sobre la conveniencia de tomar un lugar en el rincón frontal
de la derecha; luego renunció con una sutil sonrisa y se sentó junto a la cuñada de Mrs. Welland, Mrs. Lovell Mingott, instalada al otro
extremo del palco.
Mr. Sillerton Jackson había devuelto los
anteojos a Lawrence Lefferts. Todos los miembros del grupo se volvieron instintivamente a
él, esperando escuchar lo que el anciano diría,
pues Mr. Jackson era toda una autoridad en
"familias", así como Lawrence Lefferts lo era en
"formalidades". Conocía todas las ramificaciones de los parentescos neoyorquinos, y no sólo podía esclarecer cuestiones tan complicadas
como los lazos entre los Mingott (por los Thorley) con los Dallas de Carolina del Sur, y la relación de la rama mayor de los Thorley de Filadelfia con los Chivers de Albany (que jamás
deben confundirse con los Manson Chivers de
University Place), sino que también podía
enumerar las características principales de cada
familia, como, por ejemplo, la fabulosa mezquindad de los descendientes más jóvenes de
los Lefferts (los de Long Island); o la fatal tendencia de los Rushworth a los matrimonios
disparatados; o la locura recurrente que sufrían
cada dos generaciones los Chivers de Albany,
con los cuales sus primos de Nueva York siempre rehusaron casarse, con la desastrosa excepción de la pobre Medora Manson, quien, como
todos saben..., bueno, pero su madre era una
Rushworth.
Además de esta selva de árboles genealógicos, Mr. Sillerton Jackson mantenía entre sus
estrechas y cóncavas sienes, y bajo la suave pelusa de sus canas, un registro de la mayoría
de los escándalos y misterios que ardieron bajo
la superficie inalterable de la sociedad neoyorquina durante los últimos cincuenta años.
Realmente, su información era tan amplia y su
memoria tan perfectamente retentiva, que pasaba por ser el único hombre que podía decir
quién era realmente Julius Beaufort, el banquero, y qué fue del distinguido Bob Spicer, padre
de la anciana Mrs. Manson Mingott, que desapareció misteriosamente (con una gruesa cantidad de dinero en fideicomiso) apenas un año
después de su matrimonio, el mismo día que
una hermosa bailarina española, que había deleitado a inmensas multitudes en el viejo Teatro
de la Opera en Battery, se embarcaba rumbo a
Cuba. Pero tales misterios, así como muchos
otros, permanecían guardados bajo llave en el
pecho de Mr. Jackson; pues no sólo su alto sentido del honor le prohibía repetir cosas tan privadas, sino que estaba perfectamente consciente de que la reputación de su discreción le daba mayores oportunidades de enterarse de lo que
quería saber.
Por eso, el grupo del palco esperaba con
visible suspenso mientras Mr. Sillerton Jackson
devolvía los anteojos de teatro a Lawrence Lefferts. Por un segundo escrutó al atento grupo
con sus diáfanos ojos azules casi tapados por
los párpados venosos; luego, retorciendo cuidadosamente su bigote, dijo simplemente:
Jamás pensé que los Mingott se atrevieran
a pretender hacernos tragar el anzuelo.
2
Durante este breve incidente, Newland
Archer cayó en un curioso estado de turbación.
Era muy incómodo que el palco que atraía la compacta atención masculina de Nueva York
fuera justo aquel en que se sentaba su novia
entre su madre y su tía. Además, hasta ahora
no identificaba a la dama del traje Imperio, ni
menos podía imaginar por qué su presencia
creaba tal conmoción entre los miembros del
club. De pronto lo comprendió todo, y sintió
una momentánea acometida de indignación.
No, realmente, nadie habría pensado que los
Mingott pretendieran hacerlos tragar el anzuelo.
Pero lo hicieron; no había la menor duda
de que lo hicieron, pues los comentarios en voz
baja que se hacían a su espalda le dieron la certidumbre de que aquella joven era la prima de
May Welland, a la que la familia siempre se
refería como la "pobre Ellen Olenska". Archer
sabía que había llegado sorpresivamente de
Europa hacía un par de días; oyó decir incluso
a Miss Welland (y no lo desaprobaba) que
había ido a visitar a la pobre Ellen, que estaba
alojada en casa de la anciana Mrs. Mingott. Archer aplaudió de corazón aquella solidaridad
familiar, y una de las cualidades que más admiraba en los Mingott era su resuelta campaña en
favor de las pocas ovejas negras que su intachable linaje había producido. No había una
gota de mezquindad ni avaricia en el corazón
del joven y se alegraba de que su futura esposa
no se sintiera impedida, por falsas prudencias,
de ser bondadosa (en privado) con su desgraciada prima; pero recibir a la condesa
Olenska en el círculo familiar era algo muy diferente a presentarla en público, nada menos
que en la Opera, y en el mismo palco con la
joven cuyo compromiso con él, Newland Archer, se anunciaría dentro de pocas semanas.
No, sintió lo mismo que el viejo Sillerton Jackson: ¡jamás pensó que los Mingott se atrevieran
a pretender hacerlos tragar el anzuelo!
Sabía, por supuesto, que Mrs. Manson
Mingott, la matriarca de la familia, tenía la osadía del varón más atrevido (dentro de los límites de la Quinta Avenida). Siempre admiró a esa anciana arrogante que, a pesar de haber
sido sólo Catherine Spicer de Staten Island, con
un padre misteriosamente desprestigiado y sin
dinero ni posición suficiente para lograr que la
gente lo olvidara, se unió en matrimonio con
quien era la cabeza de la acaudalada familia
Mingott, casó a dos de sus hijas con "extranjeros" (un marqués italiano y un banquero ingles), y coronó sus audacias construyendo una
enorme casa de piedra color crema pálido
(cuando el pardo arena parecía ser el único color que se podía usar, al igual que la levita por
la tarde) en una inaccesible tierra virgen cercana a Central Park.
Las hijas extranjeras de Mrs. Mingott se
convirtieron en una leyenda. Nunca volvieron a
visitar a su madre, y como ella era -al igual que
muchas personas dominantes y de mente activa corpulenta y de hábitos sedentarios, con
gran filosofía se quedó en su casa. Pero la casa
color crema (supuestamente copiada de mansiones privadas de la aristocracia parisina) era una prueba visible de su valentía moral; y en
ella reinó, plácidamente, entre muebles de antes de la Revolución y recuerdos de las Tullerí-
as de tiempos de Luis Napoleón (donde brillara
en su edad madura) como si no hubiera nada
de peculiar en vivir más allá de la Calle Treinta
y Cuatro, o en tener ventanas francesas que se
abrían como puertas en lugar de las que se
abrían hacia arriba.
Todos (incluso Mr. Sillerton Jackson) coincidían en que la anciana Catherine nunca fue
una beldad, un don que a ojos de Nueva York
justificaba cualquier éxito y excusaba algunos
defectos. La gente menos condescendiente decía que, como su tocaya imperial, había ganado
su camino al éxito con fuerza de voluntad y
dureza de corazón, y con una especie de altanera insolencia que en cierta medida se justificaba
por la extremada decencia y dignidad de su
vida privada. Mr. Manson Mingott murió
cuando ella tenía sólo veintiocho años, y tuvo
"amarrado" el dinero con la cautela nacida de la desconfianza general que provocaban los Spicer. Pero su intrépida viuda siguió su camino
sin vacilar, se mezcló libremente con la sociedad extranjera, casó a sus hijas en Dios sabe
qué círculos corruptos y mundanos, se codeó
con duques y embajadores, se asoció familiarmente con papistas, recibió a cantantes de ópera, y fue íntima amiga de Mme. Taglioni. Y sin
embargo (Sillerton Jackson fue el primero en
proclamarlo) jamás hubo el menor rumor sobre
su reputación; el único aspecto, agregaba siempre Jackson, en que difería de la anterior Catherine.
Mrs. Manson Mingott hacía tiempo que
había logrado "desamarrar" la fortuna de su
marido, y vivió en la opulencia durante medio
siglo. No obstante, el recuerdo de sus pasadas
penurias económicas la volvieron excesivamente ahorrativa y, aunque cuando compraba un
vestido o un mueble procuraba que fuera de la
mejor calidad, no se permitía gastar mucho en
los transitorios placeres de la mesa. En consecuencia, y por razones totalmente diferentes, su
comida era tan pobre como la de Mrs. Archer, y
sus vinos dejaban mucho que desear. Sus amistades consideraban que la penuria de su mesa
desacreditaba el nombre de los Mingott, que
siempre estuvo asociado con el buen vivir; pero
la gente seguía visitándola a pesar de los platos
tan poco atractivos y del pésimo champagne.
En respuesta a las reprimendas de su hijo Lovell (que trataba de recuperar el honor familiar
contratando al mejor chef de Nueva York),
acostumbraba decirle, riendo: "¿De qué sirve
tener dos buenos cocineros para una sola familia, cuando ya casé a las niñas y no puedo comer salsas?"
Mientras reflexionaba en estas cosas,
Newland Archer volvió otra vez la mirada al
palco de los Mingott. Advirtió que Mrs. Welland y su cuñada enfrentaban su semicírculo
de críticos con el aplomo Mingottiano que Catherine inculcara a su tribu. Notó que sólo May
Welland dejaba entrever, por un intenso color en sus mejillas (tal vez debido a la conciencia
de que él la estaba observando), que resentía la
gravedad de la situación. En cuanto a la causante de la conmoción, estaba sentada graciosamente en el rincón del palco, con los ojos fijos
en el escenario, y mostraba al inclinarse hacia
adelante un poco más de hombro y pecho que
lo que Nueva York solía ver, al menos en damas que tenían razones para desear pasar inadvertidas.
Pocas cosas importaban tanto a Newland
Archer como una ofensa al "buen gusto", aquella distante divinidad de la que las "formalidades" eran meros representantes y delegados
visibles. El semblante pálido y serio de madame Olenska llamó su atención y le pareció adecuado a la ocasión y a su triste situación, pero
le chocó y lo perturbó bastante que su traje (de
amplio escote) dejara ver sus hombros. Le molestaba profundamente que May Welland estuviera expuesta a la influencia de una mujer que
no acataba los dictados del buen gusto Pero después de todo -oyó decir a uno
de los jóvenes que estaban detrás de él (todo el
mundo conversaba durante las escenas de Mefistófeles y Marta)-, ¿qué fue exactamente lo
que sucedió?
-Bueno, ella lo abandonó, nadie pretende
negarlo.
-El es una bestia espantosa, ¿no es así? -
continuó el joven de las preguntas, un Thorley
cándido que evidentemente se aprestaba a engrosar las filas de los defensores de la dama.
-El peor animal; lo conocí en Niza -dijo
Lawrence Lefferts con la autoridad del conocedor-. Un tipo casi paralítico, canoso y burlesco,
bien parecido, con ojos de tupidas pestañas. Les
diré la clase de hombre que era: cuando no estaba con mujeres, coleccionaba porcelana. Pagaba el precio que fuera por cualquiera de las
dos, según dicen.
Hubo una carcajada general, y el joven
paladín preguntó:
-¿Y qué pasó entonces?
Entonces, ella se escapó con su secretario. Ah, entiendo -dijo el joven, demudado. -
Pero tampoco duró mucho; supe pocos meses
después que ella estaba viviendo sola en Venecia. Creo que Lovell Mingott fue a buscarla;
dijo que sufría mucho. Eso está muy bien, pero
exhibirla en la ópera es cosa muy diferente.
-Tal vez estaba demasiado desconsolada
para dejarla sola -se atrevió a insistir Thorley.
Su argumento recibió una irreverente risotada. El joven se ruborizó intensamente y
trató de hacer creer que había pretendido insinuar lo que la gente instruida llama double
entendre.1
-Bueno, en todo caso es raro que hayan
traído a Miss Welland -dijo alguien en voz baja,
lanzando una mirada de soslayo a Archer.
-Oh, eso es parte de la campaña; sin duda
son órdenes de la abuela -repuso riendo Lefferts-. Cuando la anciana hace algo, lo hace a la
perfección.
El acto terminaba y se produjo un alboroto generalizado en el palco. Newland Archer se
sintió súbitamente impulsado a actuar con decisión. El deseo de ser el primero en entrar al
palco de Mrs. Mingott, de proclamar al mundo
expectante su compromiso con May Welland, y
de acompañarla en cualquiera dificultad en que
la anómala situación de su prima la pusiera, fue
el impulso que borró en forma abrupta todos
sus escrúpulos y vacilaciones y lo hizo precipitarse por los rojos pasillos hasta el otro extremo
del teatro.
Al entrar al palco, su mirada se cruzó con
la de Miss Welland y supo que ella había comprendido al instante los motivos que lo hicieron
ir allá, aunque la dignidad familiar, que ambos
consideraban la mayor virtud, no le permitiera
decírselo. La gente de su mundo vivía en una
atmósfera de vagas complicidades y tenues
susceptibilidades, y el hecho de que ellos se entendieran sin palabras le pareció al joven que
los acercaba mejor que la más clara de las explicaciones. Los ojos de May Welland decían: "Ya
ves por qué mamá me hizo venir". Y los de Archer contestaron: "Por nada en el mundo habría
evitado yo que vinieras".
-¿Conoce a mi sobrina, la condesa Olenska? preguntó Mrs. Welland al saludar a su futuro yerno. Archer se inclinó sin extender la
mano, como se acostumbraba al ser presentado
a una dama. Y Ellen Olenska inclinó ligeramente su cabeza, apretando entre las manos enguantadas su enorme abanico de plumas de
águila. Después de saludar a Mrs. Lovell Mingott, una robusta rubia vestida de crujiente raso, se sentó al lado de su prometida, y le dijo en
voz baja:
-¿Le dijiste a madame Olenska que estamos comprometidos? Quiero que todo el mundo lo sepa. Me gustaría que me permitieras
anunciarlo esta noche en el baile.
El rostro de Miss Welland se sonrojó como una aurora, y lo miró con ojos radiantes.
-Si logras persuadir a mamá -dijo-. Pero,
¿por qué cambiar lo que está ya fijado?
El respondió sólo con los ojos, y ella
agregó, con una sonrisa confiada:
-Dilo tú mismo a mi prima, te doy permiso. Dice que jugaba contigo cuando eran niños.
Le hizo lugar retirando hacia atrás su silla, y de inmediato y con cierta ostentación,
deseando que todo el teatro viera lo que hacía,
Archer se sentó junto a la condesa Olenska.
-¿Te acuerdas que jugábamos juntos? -
preguntó ella volviendo hacia él sus ojos serios-
. Eras un niño espantoso, y una vez me besaste
detrás de una puerta. Pero yo estaba enamorada de tu primo Vandie Newland, que nunca me
miró -su mirada recorrió la herradura de palcos-. ¡Cuántos recuerdos me trae todo esto! Los
veo a todos de pantalón corto los niños y calzones largos las niñas -murmuró con su acento arrastrado y ligeramente extranjero, mientras
sus ojos volvían a posarse en la cara de Archer.
Por muy agradable que fuera la expresión
de aquellos ojos, el joven se escandalizó de que
reflejaran una imagen tan impropia del augusto
tribunal ante el cual, en ese mismo momento, se
juzgaba su caso. No había nada de peor gusto
que la impertinencia fuera de lugar. Respondió
en tono bastante seco:
Así es, has estado ausente mucho tiempo.
-Siglos y siglos; tanto tiempo dijo ellaque me parece estar muerta y enterrada y que
este viejo y querido teatro es el cielo.
Por razones que no logró definir, a Newland Archer le chocaron estas palabras; le parecieron un modo aún más irrespetuoso de describir a la sociedad neoyorquina.
3
Siempre era igual.
La noche de su baile anual, Mrs. Julius
Beaufort jamás dejaba de asistir a la ópera. En
realidad, daba su baile en una noche de ópera
para demostrar que estaba absolutamente por
encima de las preocupaciones domésticas, y
que poseía un equipo de sirvientes competentes
que atendían todos los detalles en su ausencia.
La casa de los Beaufort era una de las pocas en Nueva York que tenía un salón de baile
(anterior incluso a la de Mrs. Manson Mingott y
a la de los Headly Chivers). Y en una época en
que se comenzaba a pensar que era de provincianos poner un tapete protector encima del
piso del salón y llevar todos los muebles al piso
alto, el hecho de tener una sala de baile que se usara para ese solo propósito y que pasara los
restantes trescientos sesenta y cuatro días del
año cerrado en la oscuridad, con sus sillas doradas apiladas en un rincón y la araña de luces
cubierta por una bolsa, daba a los Beaufort una
indudable superioridad que compensaba cualquiera situación deplorable en su pasado.
A Mrs. Archer le gustaba vaciar su filosofia social en axiomas. Una vez dijo: "Todos tenemos nuestros preferidos en la clase baja", y
aunque la frase era atrevida, su veracidad fue
secretamente admitida en el fondo del corazón
por gran parte de lo más distinguido de la sociedad.
Pero los Beaufort no eran exactamente
clase baja; algunos decían que eran bastante
peor. Mrs. Beaufort pertenecía realmente a una
de las familias más consideradas de Norteamé-
rica. De soltera fue la encantadora Regina Dallas (de la rama de Carolina del Sur), una beldad sin un centavo presentada a la sociedad
neoyorquina por su prima, la desatinada Medora Manson, que siempre hacía lo indebido
con buenas intenciones. Cuando alguien está
emparentado con los Manson y los Rushworth
tiene un droit de cité2 en la sociedad neoyorquina (como decía Mr. Sillerton Jackson, que
había frecuentado las Tullerías); pero, ¿no pierde el derecho al casarse con un Julius Beaufort?
Había un problema: ¿quién era Mr. Beaufort? Se le tenía por inglés, era agradable, bien
parecido, cascarrabias, sociable e ingenioso.
Llegó a Estados Unidos premunido de cartas de
recomendación del banquero inglés yerno de la
anciana Mrs. Manson Mingott, y con rapidez se
hizo una buena posición en el mundo de los
negocios; pero sus costumbres eran libertinas,
su lengua mordaz, sus antecedentes misteriosos, y cuando Medora Manson anunció el compromiso de su prima con él, pareció ser una
nueva locura en la larga lista de desatinos de la
pobre Medora.
Pero con el tiempo el producto de la locura es a menudo considerado sabiduría, y dos años después del matrimonio de la joven Mrs.
Beaufort, todos admitían que su casa era la más
distinguida de Nueva York. Nadie sabía exactamente cómo se había operado el milagro. Ella
era indolente, pasiva, los cáusticos la consideraban incluso aburrida. Pero vestida como un
ídolo, llena de collares de perlas, viéndose cada
año más joven, más rubia y hermosa, reinaba
en el recargado palacio de piedra color pardo
de Mr. Beaufort, y atraía a su alrededor a todo
el mundo sin mover su enjoyado dedo meñique.
Los perspicaces decían que era Mr. Beaufort quien entrenaba a la servidumbre, enseñaba nuevos platos al chef, decía al jardinero qué
flores debía cultivar en el invernadero para
adornar la mesa del comedor y los salones, seleccionaba a los invitados, preparaba el ponche
para después de la cena, y dictaba las notas que
su esposa escribía a sus amigos. Sí, era verdad que lo hacía. Cumplía estas actividades domésticas en privado y ante el mundo aparentaba
ser un millonario despreocupado y amable paseándose por sus salones con la indiferencia de
un invitado más, y decía:
-¿No es cierto que las gloxíneas de mi
mujer son una maravilla? Creo que las trae de
Kew. Todos coincidían en que el secreto de Mr.
Beaufort era la manera de llevar tan bien las cosas. Qué importaba que se rumoreara que había
sido "ayudado" a salir de Inglaterra por la institución bancaria donde trabajaba; llevaba a cuestas ese rumor con la misma facilidad que muchos otros, a pesar de que la conciencia neoyorquina en cuanto a los negocios no era menos
sensible que su código moral. Vencía todos los
obstáculos, tenía a todo Nueva York en sus
salones, y por más de veinte años la gente decía
que iba donde los Beaufort con la misma tranquilidad que si dijera que iba donde Mrs. Manson Mingott, y además con la satisfacción de
saber que comería pato silvestre y bebería los mejores vinos, en vez del Veuve Clicquot tibio
de menos de un año y croquetas de Filadelfia
recalentadas.
Como de costumbre, Mrs. Beaufort apareció en su palco justo antes del aria de las joyas; y cuando, también según su costumbre, se
levantó al finalizar el tercer acto, se puso su
capa de noche alrededor de sus lindos hombros
y desapareció, Nueva York supo que eso significaba que dentro de media hora más comenzaría el baile.
La casa de los Beaufort era la que los neoyorquinos se enorgullecían de mostrar a los
extranjeros, especialmente la noche del baile
anual. Ellos fueron de los primeros en tener su
propia alfombra de terciopelo rojo y sus propios lacayos para colocarla, bajo su propio toldo en vez de alquilarlo junto con la cena y las
sillas del salón de baile. También iniciaron la
costumbre de permitir que las damas se quitaran las capas en el vestíbulo, en lugar de que
subieran arrastrándolas hasta el dormitorio de la dueña de casa y se encresparan el cabello con
ayuda del mechero de gas. Se rumoreaba que
Beaufort había dicho que él suponía que todas
las amigas de su mujer tenían doncellas que se
preocupaban de que salieran de casa adecuadamente coiffées.3
Por tanto la casa entera fue diseñada audazmente con una sala de baile de modo que,
en vez de apretujarse a través de un estrecho
pasillo de acceso (como en casa de los Chivers)
se caminara hacia aquélla con toda comodidad
entre una doble hilera de salones (el verde mar,
el carmesí y el bouton d'or4, desde donde se
vislumbraba a la distancia el resplandor de las
luces de la araña de numerosas velas reflejado
en el pulido parquet, y más allá la penumbra de
un jardín de invierno donde las camelias y los
helechos arqueaban su suntuoso follaje sobre
bancos de bambú negro y dorado.
3 Peinadas.
4 Dorado, color de la flor botón de oro.
Newland Archer, como convenía a un joven de su posición, hizo su entrada algo tarde.
Dejó su abrigo con el lacayo de medias de seda
(una de las pocas necedades de Beaufort), se
entretuvo un rato en la biblioteca tapizada en
cuero español y amueblada con Buhl y malaquita, donde algunos caballeros charlaban
mientras se ponían los guantes de baile; finalmente se unió a la fila de invitados que Mrs.
Beaufort recibía en el umbral del salón carmesí.
Archer estaba notoriamente nervioso. No
había vuelto a su club después de la ópera (como solían hacerlo los jóvenes elegantes como
él) sino que, como hacía una hermosa noche,
había caminado bastantes cuadras por la Quinta Avenida antes de dirigirse a casa de los
Beaufort. La verdad era que temía que los Mingott fueran demasiado lejos, y que, en realidad,
hubieran recibido orden de la abuela Mingott
de llevar a la condesa Olenska al baile.
Por el tono usado en el palco del club se
daba cuenta del grave error que eso sería; y, aunque estaba más decidido que nunca a "ir
hasta el final", ya no se sentía tan quijotescamente ansioso por declararse defensor de la
prima de su prometida como antes de su breve
conversación en la ópera.
Paseando por el salón "bouton d'or"
(donde Beaufort tuvo la osadía de colgar el discutido desnudo de Bouguereau llamado "Amor
victorioso"), Archer se encontró con Mrs. Welland y su hija cerca de la puerta del salón de
baile. Ya había parejas bailando en la pista; la
luz de las velas de cera caía sobre faldas de tul
que revoloteaban, sobre cabezas juveniles
adornadas con simples capullos de flores, sobre
vistosos aigrettes5 y adornos en las coiffures6 de
las jóvenes casadas, y sobre el brillo de pecheras perfectamente planchadas y guantes recién
almidonados.
5 Adornos de plumas de aves, de gran elegancia.
6 Tocados, peinados, sombreros.
Miss Welland, sin duda ansiosa por unirse a los bailarines, permanecía en el umbral,
con sus lirios silvestres en la mano (no llevaba
otro ramo), el rostro algo pálido, los ojos brillantes de ingenua emoción. La rodeaba un
numeroso grupo de jóvenes y muchachas, y se
escuchaban muchos aplausos, risas y bromas
que Mrs. Welland, ligeramente apartada de
ellos, aprobaba ocultando un destello de alegría. Era evidente que Miss Welland anunciaba
en ese momento su compromiso, mientras su
madre adoptaba la actitud de paternal oposición que se consideraba apropiada a ese momento.
Archer se detuvo. Era su expreso deseo
que se hiciera el anuncio, y sin embargo no era
ese el modo en que hubiera querido que se diera a conocer su dicha. Proclamarla en medio
del calor y ruido de un repleto salón de baile
era restarle la delicada frescura de la privacidad que debe enmarcar los asuntos sentimentales. Su felicidad era tan profunda que esta mancha superficial no tocó su esencia; pero le
habría gustado mantener la superficie igualmente pura. Fue una gran satisfacción para él
comprobar que May Welland compartía sus
sentimientos. Los ojos de la joven volaron suplicantes en busca de los suyos, con una mirada
que parecía decir: "Recuerda que hacemos esto
porque es lo que hay que hacer".
Ningún otro mensaje hubiera tenido una
respuesta más inmediata en el corazón de Archer; pero prefería que el motivo de su decisión
hubiera sido inspirado por alguna razón sublime y no simplemente por la pobre Ellen Olenska.
El grupo que rodeaba a Miss Welland le
abrió camino en medio de sonrisas maliciosas y
después de recibir su cuota de felicitaciones,
condujo a su novia al medio del salón de baile y
la tomó por la cintura.
-Ahora no tendremos que hablar -dijo con
una sonrisa que se reflejaba en los ingenuos ojos de May, mientras bailaban entre las suaves
olas del Danubio Azul.
Ella no contestó. Sus labios temblaron al
sonreír, pero sus ojos permanecieron distantes
y graves, como si contemplaran una visión maravillosa. "Querida", susurró Archer, estrechándola contra su pecho. Comprendió que las
primeras horas del compromiso, aunque se
vivieran en un salón de baile, tenían algo muy
solemne y sacramental. ¡Qué nueva vida se
abría a sus ojos, con aquella pureza, resplandor,
bondad a su lado!
Al terminar la pieza, como verdaderos
novios, se fueron a pasear al invernadero. Sentados tras un alto abanico de helechos y camelias, Newland besó la enguantada mano de
Miss Welland.
-Ya ves que hice lo que me pediste -dijo
ella.
-Sí, ya no podía esperar -respondió él
sonriendo, y al cabo de un instante agregó-:
Pero me habría gustado que no tuviera que ser
en un baile.
-Ya sé -dijo May con una mirada comprensiva-. Pero después de todo, aquí podemos
estar juntos y solos, ¿no es cierto?
-¡Sí, querida mía, para siempre! -gritó Archer. Estaba claro que ella siempre lo entendería; siempre diría lo correcto. Este descubrimiento rebalsó la copa de su dicha, y añadió
alegremente:
-Lo peor de todo es que quiero besarte y
no puedo.
Mientras decía esto lanzó una rápida mirada por el invernadero, se aseguró de su momentánea intimidad, y acercándola a él puso
un fugitivo beso en sus labios. Para contrapesar
la audacia de su proceder la condujo a un sofá
de bambú situado en una parte menos apartada
del jardín de invierno, y al sentarse a su lado
rompió uno de los lirios de su ramo. Ella se
quedó en silencio, y el mundo se tendió a los
pies de los novios como un valle soleado.
-¿Se lo dijiste a mi prima Ellen? -preguntó
ella de pronto, como si hablara en sueños.
El pareció despertar, y recordó que no lo
había hecho. La invencible repugnancia que
sentía ante la idea de decírselo a la extraña desconocida había frenado las palabras en su boca.
-No, no tuve ocasión de hacerlo -dijo, inventando rápidamente una mentira.
-Ah -May estaba desilusionada, pero resuelta a salir con la suya del modo más dulce-.
Entonces tienes que hacerlo, porque yo tampoco se lo dije. Y no me gustaría que ella pensara...
-Claro que no. Pero, ¿no eres tú más bien
la persona adecuada para decírselo?
Ella reflexionó.
-Si lo hubiera hecho de inmediato, sí; pero
ahora que han pasado unas horas, creo que eres
tú quien debe explicarle que te pedí que se lo
dijeras en la ópera, antes de que lo supiera nadie más. De otra forma podría pensar que me
olvidé de ella. Lo que pasa es que ella es parte de la familia pero ha estado ausente tanto
tiempo que está un poco... sensible.
Archer la miró deslumbrado.
-¡Angel mío adorado! Por supuesto que se
lo diré -miró con cierta aprensión hacia el atestado salón de baile-. Pero todavía no la he visto.
¿Habrá venido?
-No, a último minuto decidió no venir.
-¿A último minuto? -repitió él como en
un eco, traicionando su sorpresa de que May
pensara que podía venir.
-Sí. A ella le encanta bailar -contestó la joven con sencillez-. Pero de súbito decidió que
su vestido no era lo suficientemente elegante
para un baile, aunque todos opinamos que era
precioso, y entonces mi tía tuvo que llevarla de
vuelta a casa.
-Entonces... -dijo Archer con indiferencia,
pero muy complacido.
Nada le gustaba más en su novia que su
resuelta determinación a llevar hasta su límite aquel ritual en que ambos habían sido educados: ignorar lo "desagradable".
"Ella sabe tan bien como yo -reflexionó
para sí- la verdadera razón de la ausencia de su
prima; pero jamás le mostraré el menor signo
de que estoy perfectamente consciente de que
hay una sombra de mancha en la reputación de
la pobre Ellen Olenska."
4
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