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Tredway Langdon. Padre millonario de buen corazón. Cuyo hijo vivió siempre alejado del ojo público. Aunque un día quisieron asesinar al pequeño. Habían intentado incendiar el colegio donde estudiaba. Y Diandra apareció. Una maestra de gran vocación que le tendió la mano a Ian, el hijo de Langdon. Las cosas empeoraron cuando Ian tuvo que irse al interior del país para sobrevivir. Diandra lo acompañó, dispuesta a dar su vida por él. El problema nació cuando Tredway Langdon no dio señales de estar vivo. Ian ya había crecido, y no soportaba la idea de que su padre lo hubiese olvidado. Y, justo aquí, con un gran obstáculo por desvelarse, Ian y Diandra emprenden su travesía. Una que irá más allá del amor.
El día que conocí al hombre de mi vida, su hijo había estado en peligro. El pequeño era mi alumno, y esa mañana, alguien había prendido fuego el área de ciencias. Mi aula estaba en esa zona, y vi cómo las llamas consumían las paredes, el aire era tan negro que a la luz le costaba traspasar aquella densa nube de humo.
Cientos de papeles, colores, mesas y sillas ardían. Los niños empezaron a toser y la desesperación se acumulaba en mi cuerpo. Jamás había vivido una situación así, me hacía sentir como si alguien me empujara hacia abajo, intentando sumergirme.
Como pude, tomé una última bocanada de aire limpio. Miré a los diez niños que estaban en mi clase y los obligué a tomarse de las manos, formando una cadena donde yo estaba al final. Los conduje lo mejor que pude por en medio del pasillo principal.
En todo el rato no había escuchado la alarma para incendios, pero al poner un pie fuera del colegio, escuché demasiadas cosas al mismo tiempo. Los gritos de mis niños, la preocupación de muchos adultos, los llamados de los bomberos, la alarma...
Todo pasó muy rápido.
Después de que lograron sacar a los que quedaban dentro, apagaron el fuego y trasladaron a cualquiera que necesitara atención médica directamente a un hospital.
Aún quedaba una nube marrón sobre nosotros, esa que se cerraba sobre mí. Parpadee cuando el penúltimo padre venía a por su hija. La pobre no podía pronunciar palabra, y cuando consiguió decir algo, le dijo a su padre que no estudiaría más, que era muy peligroso.
Me limité a reírme mientras me despedía. Cada niño tenía su forma de expresarse, de aprender, de hacerte reír con solo abrir la boca. Ese era uno de los motivos que me llevaron ser maestra. Sencillamente lo amaba.
-Maestra -sentí que tocaron mi espalda-, mi papá no puede venir a buscarme.
Esa voz me era muy familiar. Me giré y vi a Ian, el pequeño más listo de la clase. Él me miró con esos grandes ojos verdes, siempre brillaban, pero estaban un poco opacos.
-¿Por qué, cariño? -Le tomé la mano. Sentí cómo temblaba-. No te desesperes, alguien debe venir a buscarte.
Con su mano sobre lamía, me encaminé hacia donde estaba la directora. Sin embargo, él no se movió.
-Papá nunca puede traerme -lo escuché decir, mientras yo me limité a oírlo-. Una persona se encarga de llevarme a lugares en los que haya muchas personas.
»Papá me dijo que nadie debe saber que soy hijo suyo.
Me fue inevitable fruncir el ceño. Recordé que nunca había hablado con su padre o madre. Ian siempre llegaba al aula solo, tranquilo y dispuesto a trabajar. Además, él nunca había mencionado a sus padres.
-¿Y la persona que viene por ti? -Le pregunté con un mal presagio oprimiéndome el pecho.
Contestó que ese día su padre le aseguró que él mismo iría a buscarle, por tanto, canceló el servicio por lo que restaba de día.
Tragué saliva. Me costó hacerlo, porque el pequeño sabía tan bien que nadie lo iria a buscar, que cuando le pedí ayuda a la directora, ambos pusieron mala cara.
Ella se esforzó, y solo consiguió fotos en su archivo. Aparentemente nunca habían suministrado algún número telefónico. Era increíble, pero el rostro decaído de Ian, me decía que era muy cierto.
Entonces solo se me ocurrió una cosa.
-Puedo llevármelo. Buscaré su casa y lo dejaré ahí -aseguré más para mí que para ella.
La directora sugirió que era mejor dejarlo en la comisaría. Tenía sentido. Lo que no tenía sentido era la expresión de espanto de Ian, que se acercó a nosotras y pidió que no lo hiciéramos, nos lo imploró. En la tensión de su cuerpo vi que de solo pensarlo, se aterraba. Así que tuve que aventurarme.
Durante ese año me había pasado horas recorriendo la ciudad, oyendo el característico bullicio de la misma. Entre ese montón de voces, había un nombre que estaba en boga.
Tredway Langdon. Dueño de industrias Langdon. El apellido de Ian siempre se había mantenido en secreto. Una simple ´«L´» era lo que se veía en su archivo.Y el innegable parecido que existía entre ambos, los delataba. Esa sensación similitud me embargó.
Mis pies se movieron solos junto a los de Ian. Nos paseamos por la ciudad, visitamos muchos sitios, preguntamos por las famosas Industrias. Tardamos en hallar una pequeña cede que bordeaba el centro de la ciudad.
Entramos a un vestíbulo, el color gris se veía en cada pared. Ian tocaban esas paredes lúgubres con delicadeza. Sus ojos se perdían en cada objeto del lugar. Para evitar que se confundiera, le di un apretón en el hombro y nos dirigimos a la recepción.
Un muchacho nos dio los buenos días, se alejó de su puesto, y me arrancó delicadamente a Ian de las manos. Me echó una mirada muy oscura.
-Váyase -me exigió, apartando a Ian de mí.
Estaba a punto de hervirme la sangre, cuando Ian le susurró al hombre algo que no entendí y se aferró a mi brazo. El tono que usó el recepcionista para hablarme fue extraño:
-Piérdete y olvídalo -gruñó, extendiéndome un trozo de papel.
El papel rezaba una dirección que no quedaba lejos. Ian me prometió que no tenía problema con caminar un poco más, y eso hicimos. Nos adentramos a una zona silenciosa, llena de grama verde y aceras perfectamente pintadas.
Ian miraba hacia su alrededor, se fijaba en sus manos enroscadas en mi brazo. Su mirada cambió en ese momento, el brillo le regresó a los ojos. Y justo cuando abrí la boca para preguntar, él me soltó y salió corriendo.
La ventisca que nos golpeó cuando lo seguí, irónicamente, me calentó los músculos. Me sentí en la obligación de ver que estaba bien y, por un segundo, me asusté. Lo vi entre los brazos de un hombre que hizo girar a Ian. Detuve el paso abruptamente, admirando la conmovedora escena. El pequeño se enganchó al cuello del aquel hombre que no lograba identificar. La dulce voz de Ian pronunció:
-¡Volví, papá! -El regocijo se le notaba en la voz-. Ella me trajo -dijo Ian, poniéndome en el ojo del huracán.
Sentí la mirada del hombre hasta en los huesos. El vistazo que me dio hubiese hecho tartamudear a la yo de antes, pero, esta vez, un escalofrío que me crispó todos los pelos, me recorrió el cuerpo.
Fue como si algo se hubiese activado en mí, lo que me instó a avanzar y presentarme.
-Soy Diandra, la profesora de su hijo -extendí la mano. Él tardó en estrecharla.
El calor que desprendió su suave piel, envió una señal confusa a mi estómago. Nuestros ojos se conectaron, y distinguí la cautela en ellos. Entonces, dejó mi mano al aire.
-Gracias por traerme a la bola de pelos -su boca se curvó en una sonrisa. Una radiante-. Qué pase un buen día -asintió con la cabeza.
Me giré para irme, pero la vocecilla de Ian me detuvo.
-No creo regresar al colegio, maestra -utilizó un tono que me pinchó el corazón-. Por favor, no olvide donde vivo-La urgencia en su rostro me asombró.
Mantenerme al tanto de mis estudiantes era mi vocación, aunque visitarlos nunca había estado entre mis opciones. Lo sopesé, realmente lo hice, y evité responderle cuando me fijé en la dureza con que me miraba su padre.
Le devolví la mirada, desafiándolo.
-Señor... -No supe cómo llamarlo-. Mi intención no es incomodar. Hasta luego.
Él carraspeó.
-Tredway Langdon -sentí su nombre grabarse en mi memoria-. Ian no tiene mucha compañía. Venga si así lo desea.
La manera en que las palabras salieron de su boca, me hicieron saber que no debía tomármelas en serio. La cuestión era que Ian sí lo tomaba con seriedad, y yo también lo haría.
Siempre he querido lo mejor para él, a pesar de que él ahora prefiera quejarse.
-Mamá, estoy hablando contigo. -Mi hijo ya no tiene la misma ternura de antes.
A veces extraño a ese niño que vivía en él.
-Nunca me escuchas -sus cejas oscuras y pobladas se fruncen.
Ian y yo estamos comiendo en la sala. El televisor está encendido, y él se distrae con la pantalla. Entrecierro los ojos, examinándolo. Sus hombros están tensos, una vena le pulsa en el cuello, y mantiene los labios en una fina línea.
Algo le está pasando.
-¿Qué ocurre? -Él me mira, y gruñe.
-Ahora sí te interesa -su rostro se contrae en amargura.
Le pregunto de nuevo qué es lo que le pasa. Solo consigo que le suba volumen al aparato, y que se vaya, dejándome su plato a medio comer. Inhalo profundamente. Después lo suelto todo, desesperada. No creí vivir para ver este momento, pero Ian ya no puede más, y menos ahora que vuelve a sentarse junto a más.
-¿Sabes por qué no ha llamado? -Abro mucho los ojos. Esa pregunta me toma siempre de sorpresa.
Y aún no tengo idea de cómo responderla. Sé que merece saber de su padre, pero el silencio de ese hombre está marcándolo. Tal vez ya lo ha marcado.
-Es mejor que duermas temprano -esquivo sus palabras frotándole la espalda-. Mañana hay que despertar temprano.
Mañana no hay nada que hacer, y eso él lo sabe. La forma en que me mira me oprime el pecho, y tengo que reprimir el ardor que empiezo a sentir en los ojos.
-Pensé que me lo dirías.
Decepción. Detesto tanto que se vaya a su habitación en ese estado, pero ya no es niño al que pueda distraer con un caramelo. Las cosas no son muy sencillas, y se vuelve cada vez más introvertido.
El sonido de la puerta siendo azotada me alerta. Por lo que me pongo de pie, cruzo el pasillo y asomo la cabeza que da al pasillo de las habitaciones. Veo a Killmer, mi actual novio, intentando hablar con Ian.
Ian pone una mueca de asco puro y lo manda a freír perdices. Literalmente. Suspiro enjugándome las lágrimas con los dedos.
Ya no puedo más.
A mi alrededor se oyen los sonidos de las ranas y grillos. Me he acostumbrado a eso. En cambio, algo no me permite dormir. Algo que se remueve bajo mi piel, manteniéndome despierta.
Me giro hacia la mesita, y veo que son las doce y treinta de la noche. Es tarde. Había pasado el día trabajando, igual que Killmer, pero de su boca salían ronquidos casi audibles.
El pequeño concierto de mi novio es opacado por el ruido de un motor. Me incorporo cuidadosamente para no despertarlo. Entonces, me asomo por la ventana y descubro a Ian subiéndose a un auto.
No. No lo está haciendo. ¡No!
Furiosa, deslizo la ventana y llamo su atención. Le digo cosas que ni me atrevo a repetir, apretando fuertemente los puños y la mandíbula.
-¡Te veo en la ciudad! -El grito que sale de su garganta entrecorta mi respiración.
Lo está haciendo. Maldición. Está yendo a la ciudad solo para ver a su padre. Un padre con el que no ha hablado en años.
¿Qué has hecho, mi pequeño?
Minett Biancheri. -¿Qué estás haciendo? -espeto girando el monitor-. Lee bien el documento, dice Bianchi. Me enfrenta levantando el mentón. -Es un simple error, ¿pero quién era? -formula ante mi evidente molestia. -Es la chica que, en contra de sus instintos, no logró evitar mi muerte
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