Tenía diez años cuando aquella noche, como tantas otras, sentí el estrepitoso rugir de mis tripas que me gritaban con su gañote habitual, que el hambre era atroz. Pero, sin tener ninguna otra alternativa, no les hice el menor caso; puesto que ya era eso una rutina, sentir hambre a toda hora y además, no había otra cosa que hacer más que sobrellevarla. De verdad que no sabría hasta cuando soportaría todo aquello que a mi tierna edad, tanto daño me hacía. Pero eso no era lo que más me inquietaba.
Lo que desparramaba el pánico en mí, en mi escondrijo acostumbrado de la casucha en la que me acurrucaba esperando que ellos llegaran; eran las espeluznantes figuras de mis pesadillas. Lo extraño era que se trataban de unas pesadillas reales.
Sabía cuándo habrían de llegar, porque desde mucho antes de que sonara como un demonio aquella puerta, se escuchaba el jolgorio que ambos traían consigo y que exteriorizaban con horrendos cantos y ridículas risotadas. Al rato, una patada de intensidad avasallante abría la portezuela de hojalata rancia, dejando entrar el frío de la noche, contagiado de aquella pestilencia etílica y de unos dolorosos pasos vacilantes con él. Tras varios andares trastabillantes, penetraba también errante la podredumbre que colmaba aquel arrabal donde reinaba tanto la pobreza, que muchos tenían que cobijarse en las drogas y los licores traslúcidos tratando de soportarla. Cosa que resultaba una verdadera utopía.
Me acurrucaba más en mi rincón tratando de pasar desapercibido, como en efecto creía que sucedía. Estaban allí ellos, los podía mirar gracias a una escuálida luz que penetraba al quedar la puerta abierta por completo. Mi madre, aunque no llegaba a los treinta y cinco años, ya era una piltrafa desarraigada por completo de su otrora belleza pueril, y aquel sujeto al que yo nunca había visto de los tantos que a diario ella llevaba a la casa, se visualizaba no muy viejo, aunque sí, todo un gatillo alegre de barrio y de vulgar banda. El adefesio ese la manoseaba sin ningún vestigio de placer visible y ella, se dejaba tentar, como si aquellas ramplonas manos no la estuviesen tocando; aunque las mismas no dejaban de hurgar aquella marchita anatomía, ni un instante y ningún centímetro. Mientras se tocaban mutuamente, sus bocas se unían y las lenguas comenzaban una danza espeluznante entre ellas, provocando un babeo tan intenso, que se les mojaban los pescuezos con aquella cosa asquerosa que salía de ellos, mientras se besaban hasta quedar casi que sin aliento. Minutos después de aquella asquerosa caricia fugaz, hacían aquello.
Se revolcaban como animales en celo, provocando el estruendo de los resortes vencidos de aquel colchón alcahuete, mientras yo miraba hacia otro rincón de la casucha; ya que un atisbo de moral me impedía ver lo que ella hacía, puesto que al fin y al cabo era mi madre y, aunque yo era apenas un muchachito, sabía que esa barbaridad tenía que hacerse en privado. Y aquellos inmorales locos lo hacían ante un niño y lo más duro, era que ese niño era yo, hijo de aquella desequilibrada mujer. Solo se escuchaban unos quejidos ridículos, como que si de dos animales agonizantes se tratara. Mientras aquella detestable bulla invadía la casa y la escandalosa puerta no paraba de darse trastazos al abrirse y cerrarse debido a la enorme brisa, mi furia prematura no dejaba de crecer. La mezcla de toda aquella porquería que estaba presenciando, hacía que sintiera el hambre aún más endemoniada. Sentí profundo temor de que se escuchara aquel estruendo que producían mis vísceras exigiendo alimentos, ya que me resultaba imposible evitarlo por más que me aprisionaba la panza con aquel trapo andrajoso que encontré a mi entero alcance en aquel rincón. Si aquel mamarracho escuchaba mis tripas, era capaz de querer meterse conmigo.
Me quedé más inmóvil aún de lo que ya estaba. Ella sabía que yo estaba allí, pero no denotaba a ciencia cierta en que rincón me encontraba, ya que de puro miedo, nunca me escudaba en el mismo escondrijo todas las noches. Me percibía ella en la distancia, puesto que alcanzaba a escuchar mi jadeo desesperado e invadido de pavor, como lo hubiese estado cualquier niño cuya madre en lugar de darle amor hacía aquello. También ella, literalmente, miraba una sombra que adivinaba por algún sonido, por más mínimo que fuese. Ese sonido estaba presente a diario como un fantasma, eran mis tripas hambrientas y esa sombra no era nadie más que yo. Además no tenía ninguna duda de que era yo, ya que mi miedo a la noche resultaba congénito a todas luces y nunca salía más allá del día a jugar o a hacer lo que fuere. Me ignoró por completo, puesto que al igual que ella, nadie se daría cuenta de mi presencia, puesto que para ella y para quien resultara su compañía fortuita; yo era como un objeto dejado en un rincón, sin vida y sin importancia alguna.