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Kristine tenía más de lo que alguna vez se había atrevido a soñar. Un esposo que la adoraba, tres maravillosos hijos, un grupo de amigas incondicionales y un trabajo que le permitía ser dueña de su tiempo. Cuando tienes todo en tu vida, desear un imposible y lograr que se cumpla, puede que sea el premio sobre tus pérdidas o el castigo a tus excesos.
El coro de ángeles no se hizo esperar. Mis hijos, la razón de mi vida, la luz de mis ojos, el sol en mi sistema planetario, habían madrugado para entregar un desayuno que ni yo hubiera podido igualar. Omar me estrechó entre sus brazos y besó con suavidad.
–Feliz cumpleaños, Bella Durmiente –Sonreí sosteniéndome contra sus labios y abrí solo un ojo para que no todo fuera así de realidad, de golpe. Me incorporó y me apoyó contra su pecho mientras Orlando acomodaba la bandeja en la cama y Orson llegaba con dos tazas más de café. Owen traía los paquetes de regalos. Odiaba las sorpresas, pero amaba los regalos.
Acomodé mi pelo, restregué mis ojos intentando despabilarme y me estiré mientras todos me miraban. Uno a uno me abrazó y besó, para después sentarse en la cama y desayunar los cinco juntos.
–¿Cómo te sientes, mamá? –preguntó mi hijo del medio, Orson.
–Un año más vieja –respondió Orlando, el mayor. Mi reacción de enojo al entrecerrar los ojos hizo que rompieran en risas.
–No seas cruel. No se envejece todo un año en un solo día –dijo Owen, el menor, solo en edad, en mi defensa.
–Es verdad –asentí abrazándolo. Él solía ser el único que me defendía.
Su coeficiente intelectual superior, más que su convicción, le dictaban que siempre era mejor ser aliado del dueño del circo, o cuanto menos de la esposa.
–Además –completé–, la edad es algo que tiene que ver con cómo te sientes, como vives tu vida.
–Y en ese caso –acotó Owen, desbaratando toda defensa a su favor–, ella vendría siendo algo así como la pequeña Ophelia que nunca llegó.
Sostuve a mi más pequeño retoño de ambos brazos para mirarlo con furia divertida, mientras la cama se sacudía con las risas de los demás. Su IQ, varias veces superior a la media, podía funcionar a la altura de las circunstancias, incluyendo un repertorio de puro sarcasmo, pero sazonado con la inocencia de sus seis años de edad.
–Diablos, pensé que eras mi amigo.
–No mamá, allí está tu error: soy tu hijo.
Bajé de la cama y fui al baño para cepillar mis dientes y peinarme. Mi pelo solía ser una maraña despiadada cuando amanecía y no lo soportaba.
Miré al espejo y el reflejo me devolvió la misma imagen de la noche anterior. Me acerqué a la imagen con ojo crítico buscando una arruga nueva, otra cana, pero no, seguía siendo la misma bruja despeinada, pero bien mantenida.
Suspiré y volví a la cama con mis hombres. Estar con ellos me hacía olvidar la realidad de ser una mujer madura que se aferraba a cualquier precio a la juventud, con éxito.
Y llegamos a mi parte favorita: los regalos. Desempaqué un lindísimo bolso para el gimnasio, un par nuevo de zapatillas y un conjunto de pantalón, camiseta y chaqueta haciendo juego en gris y negro. Decidí estrenar todo ese mismo día: podría ser mi cumpleaños pero mi rutina gimnástica no se interrumpía por nada.
Después de desayunar entre risas y bromas, quedé sola en la cama, mientras Omar –mi esposo– entraba a bañarse y mis hijos salían a prepararse para ir al colegio. Me hundí en las almohadas sosteniendo una segunda taza de café, perdida en mis pensamientos. Algunas gotas de agua me mojaron la cara y sacaron del trance.
–¿Soñando despierta? –preguntó mientras se dejaba caer en la cama, con su pelo negro coronado con algunas gotas todavía y solo una toalla en su cintura.
–No. No me diste tiempo.
Mi hombre era un Adonis de piel tostada, ojos y pelo negro fruto de su herencia latina, y un envidiable físico que mantenía con una rutina deportiva variada. Y las ventajas de la genética, sin duda.
Se inclinó para besarme y quedé a la espera de más, por lo menos como regalo de cumpleaños, pero se apuró al vestidor a terminar de cambiarse.
Me puse de pie y lo seguí, apoyándome en la puerta mientras elegía en su guardarropa.
–Puedo llevarlos yo hoy –dije apreciando su apuro.
–Bajo ningún concepto –Metió la cabeza en el cuello de su camiseta blanca. –Es tu cumpleaños y mereces un descanso.
Puse los ojos en blanco pensando en qué quería de regalo de cumpleaños en realidad, haciendo una cuenta mental de la última vez que habíamos estado juntos, él y yo, a solas, mi sangre todavía alborotada por el sueño inconcluso con el ídolo adolescente.
Me acerqué y lo abracé de espaldas cuando se enderezó al calzarse el pantalón de vestir. Sostuvo mis manos entrelazadas a la altura de su ombligo y nuestros ojos se cruzaron en el espejo.
–Lo bueno de los cumpleaños: los festejos íntimos –dije sonriendo perversa y lo sentí contener la risa, mientras mis manos se escurrían bajo su camiseta.
–¿Lo malo? –acotó divertido y él mismo se contestó–: que tengamos una invasión familiar que lo demore.
Apoyé la frente en su espalda y resoplé fastidiada, recordando que su hermana Olivia había venido de Francia con su hijo, y que provecharían su corta estancia en Londres para disfrutar mi cumpleaños en familia. Por supuesto vendría también mi adorada suegra y como sería muy tarde para volver a Dover, se quedarían todos a dormir.
¡Ah! Y ningún festejo sería completo si mi hijastra no estuviera presente.
Octavia, de 17 años, completaba mi cuento de hadas, convirtiéndome en la perversa madrastra. Por suerte, al crecer, sus visitas se habían hecho más espaciadas y aprovechaba tener los encuentros con su padre en algún centro comercial para llevarlo de compras.
Omar percibió mi cambio de humor y sostuvo mis muñecas haciéndome girar para mirarlo.
–Todavía tenemos la noche.
–Con la casa llena de gente –Sonrió y se inclinó para besarme cuando una voz lejana nos hizo volver a la realidad.
–¡Estamos llegando tarde!
Su beso se diluyó en tres, en mi frente, nariz y labios, y me llevó de la mano de nuevo hasta la cama, mientras con la otra manoteaba la chaqueta.
La historia de mi vida: mi frustrante repaso mental aún no había podido encontrar la última vez que habíamos hecho el amor como Dios manda y no a escondidas y a los apurones.
–Por lo menos ya no entran corriendo –dije entre dientes. Me dejé caer en la cama, cerrando los ojos, inspirando profundo, resignada.
El día de su boda, Khloe fue inculpada de un delito que no había cometido por su hermana y su novio. Fue condenada a tres años de prisión, donde soportó mucho sufrimiento. Cuando finalmente liberaron a Khloe, su malvada hermana utilizó a su madre para obligarla a mantener una relación indecente con un anciano. El destino quiso que Khloe se cruzara en su camino con Henrik, un elegante y despiadado mafioso, así cambió el curso de su vida. A pesar de su frialdad, Henrik quería a Khloe como nadie. La ayudó a vengarse de sus enemigos y evitó que volviera a sufrir acoso.
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