Ni siquiera sé por qué estoy vestida, y una parte de mí casi desearía no estarlo. Mejor desnuda que manchar uno de los pocos buenos recuerdos que tengo de mi infancia.
-Beatriz -me insta mi padre, clavándome el arma con más fuerza en la espalda-. Contéstale al cura.
Me dan ganas de reírme de que me amenace con un arma. Demuestra lo poco que me entiende si cree que el arma es el mayor mal cuando me están casando con un desconocido a los dieciséis años.
Por ahora, tengo que seguirle el juego y no revelar que no le tengo miedo. Pero ¿cómo puedo tenerlo si me ha dominado este mismo día durante tanto tiempo? No sé cuándo dejé de tener miedo, solo esa rabia y la necesidad imperiosa de castigar a mis padres por quitarme algo es todo lo que siento ahora. Mi infancia. Mi libre albedrío. Y a veces, incluso mis ganas de vivir.
Paso las manos por la falda del vestido, alisando una arruga insignificante. La parte inferior está cubierta de sangre, pero, por desgracia, no es la sangre de mis enemigos. Es la sangre de la pareja que entró accidentalmente en la iglesia hace media hora. Ni que decir tiene que no le contarán a nadie lo que encontraron.
Eché mi cabello oscuro, largo hasta la cintura y con mechas moradas (que solo conseguí para enojarlo), por encima de mi hombro desnudo y dije con desdén: -Si debo hacerlo , respondiendo a la pregunta retórica.
-T-tienes que decir 'Acepto', dice el sacerdote; sus manos tiemblan tanto que distraídamente me pregunto si tendrá artritis o alguna mierda de eso.
-¿Por qué? , lo reto con la voz resonando. -Hay una pistola apuntándome a la espalda, y otra a la tuya , señalo con la cabeza a mi hermano gemelo, Harold , que está detrás del sacerdote. -Entonces, dime, señor sacerdote, ¿qué importa la forma de decirlo?
Aparto la mirada rápidamente de mi gemela. No soporto mirar a la traidora con la que compartí vientre durante ocho meses.
A mi lado, mi novio, Andres Valmore , tose, y parece que intenta disimular una carcajada. -¿Podemos seguir con esto?, pregunta, intentando tomarme la mano. -Quiero pasar página para que podamos llegar al punto en que por fin pueda consumar este santo matrimonio, o como se llame.
Giro la cabeza y lo miro. Si reprimo mi asco, puedo admitir que tiene algo de suerte con su físico. No es que importe. Puede que me case siendo niña, pero también me aseguraré de que una de nosotras enviude antes de que acabe la noche.
Aunque mi padre está obsesionado con este matrimonio, a mí solo me llena de odio. Sabía que iba a ocurrir, lo supe desde los doce años. Esa era la edad que tenía cuando mi madre me sentó y me explicó mi propósito en la vida.
Ese fue el día en que terminó mi infancia. Con unas pocas palabras, transformó mi vida despreocupada en una en la que tuve que... digamos que saber que te venderán al mejor postor a los dieciséis años no facilita precisamente seguir con tu vida.
Poco después de esa charla, mis padres me arrastraron a la boda de mi hermana Casiddy porque mi querido papá quería que supiera lo que me esperaba. No fue un día feliz, y odiaba ver a mi hermosa hermana casarse con un hombre de cuarenta y tantos. Olía a sudor y alcohol, y todavía recuerdo su repugnante hedor.
Me han dicho que Andres Valmore tiene diecinueve años, lo cual supongo que debería alegrarme. Claro que, si no tomo cartas en el asunto, podría tener una larga vida por delante.
Una risita intenta escaparse al recordar el frasco dentro de mí. Mi hermana me trajo el pequeño frasco transparente cuando fingió ayudarme a ir al baño. Según ella, es un sedante muy fuerte que le da a su marido al menos una vez por semana.
Como no tengo bolsillos ni nada para esconder el frasco, no vi otra opción que metérmelo dentro. Supongo que es casi poético que la forma de acabar con la vida de mi marido sea en mi vagina, un lugar que jamás tocará. Eso le dije a mi hermana durante nuestro apresurado tiempo juntas, y me sentí bien al ver su sonrisa tímida antes de que su horrible marido se la llevara a rastras.
En cuanto me senté junto a Andres , se fueron. Pero no antes de que el esposo de Casiddy se asegurara de anunciar que solo había permitido que mi hermana viniera como recompensa por su buen comportamiento. Personalmente, creo que solo quería que me viera triste.
Me sobresalto al darme cuenta de que estaba perdida en mis pensamientos cuando Andres exclama: -¡Claro que sí! . Me da un codazo con el hombro. -O sea, ¿te importaría mirarla? Vale cada centavo.
Tragándome el disgusto que siento por sus palabras, le lanzo una sonrisa que sé que está llena de inocencia y que no refleja mis pensamientos sobre cómo quiero hacerlo gritar de dolor por haberme comprado.
-¿T-tienes algún voto? pregunta el sacerdote.
-No , dice mi padre con severidad.