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Mi vida era idílica: una familia unida, un futuro vibrante y una compañera de piso, Valeria, de dulce apariencia. Mis padres, tan hospitalarios, la invitaron a pasar la Semana Santa en casa sin saber el peligro que traía. Ese fue el preludio de mi infierno. Valeria, la "chica de pueblo" sin rumbo, no era una inocente víctima, sino una depredadora astuta. Con una sonrisa angélica, tramó un plan retorcido para destruir a mi hermano y apoderarse de todo lo nuestro. Fui testigo de su veneno: cómo embriagó a Javier, la farsa de un embarazo que destrozó su matrimonio y costó el bebé a Lucía. Vi cómo el estrés consumía a mis padres y cómo mi hermano, por la culpa, terminó en una silla de ruedas. Valeria se aseguró de que nadie creyera mi verdad, aislándome y convirtiéndome en una paria. Acorralada, sin apoyo ni esperanza, con mi reputación y mi familia en ruinas, la agonía fue insoportable. Solo encontré una salida: saltar al vacío desde un puente de Madrid. Morí con el sabor a sangre y un odio frío, preguntándome: ¿Por qué tanta crueldad? ¿Cómo nadie vio su verdadera cara? Pero entonces, abrí los ojos. Estaba en mi cama de estudiante, dos días antes de la fatal Semana Santa. Había vuelto. Todo estaba intacto, mi familia segura. Valeria entró con la misma sonrisa lastimera de siempre, repitiendo la frase que me condenó. Esta vez, el juego es mío. Valeria, vas a desear no haberme conocido.