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Elena Rivera es una exitosa restauradora de arte que ha dejado atrás un pasado turbulento. Hace seis años, huyó de una relación que la marcó profundamente, sin imaginar que el hombre que una vez amó se convertiría en uno de los magnates más influyentes del país. Cuando recibe una misteriosa comisión para restaurar una obra privada en un palacio reformado en las afueras de Madrid, descubre que el dueño es nada menos que Alejandro, el mismo hombre al que abandonó sin explicación. Alejandro no la ha perdonado, pero tampoco ha podido olvidarla. ¿Podrán las verdades no dichas, los secretos enterrados y las heridas aún abiertas, encontrar redención? ¿O el orgullo y el dolor serán más fuertes que el amor que una vez compartieron?
Elena se detuvo frente a la mansión.
La puerta de hierro chirrió al cerrarse a sus espaldas, y el silencio la envolvió como una advertencia. El viento agitaba las copas de los árboles altos, y el cielo gris comenzaba a oscurecerse, como si el tiempo retrocediera con cada paso que daba.
Todo estaba igual. El mismo jardín impecable. La misma fachada de líneas modernas. El mismo maldito zumbido en su pecho cada vez que respiraba cerca de él.
No pensó que volver allí sería así. No tan real. No tan pronto. No tan... violento para el corazón.
Un mensaje, sin firma, la había traído de vuelta.
"Restauración urgente. Pago inicial: 15,000. Discreción absoluta. Dirección adjunta."
Acepto el trabajo por dinero.
Eso se decía.
Pero el nudo en su estómago decía otra cosa.
La puerta de entrada se abrió con un clic apenas audible. Dentro, el mármol blanco reflejaba la tenue luz del atardecer que entraba por los ventanales. Un aroma familiar flotaba en el aire: madera, incienso caro, algo masculino que se quedaba impregnado en la piel.
-Pasa -dijo una voz.
Profunda. Inconfundible.
Elena se detuvo.
No puede ser él.
No con esa calma, no tan seguro. ¿Después de todo?
-Tienes mi atención, pero no por mucho tiempo -dijo él, desde la sala.
Entonces, se obligó a avanzar. El corazón le latía como si quisiera avisarle que estaba cometiendo un error.
Seis años antes.
-¿Por qué huyes de mí? -le preguntó Alejandro, apoyado contra el marco de su puerta.
-No estoy huyendo -mintió Elena, con el cabello aún húmedo de la lluvia.
-Sí, lo estás. Lo haces cada vez que me acerco demasiado.
Ella no respondió. Él la tomó por la cintura, y por un segundo, el mundo se encogió a su tacto.
-Dime que no sientes nada -susurró.
Pero ella no pudo.
Nunca pudo.
Alejandro seguía igual.
O casi. Su traje oscuro lo hacía ver más adulto, más frío. Pero esos ojos... seguían teniendo la misma intensidad que la primera vez que la vio desnuda bajo las luces de su estudio.
-Han pasado años -dijo Elena, sin mirar directamente.
-Y sin embargo, sigues sabiendo cómo llenar una habitación -respondió él.
Se mordió la lengua. No iba a caer en ese juego. No otra vez.
-¿Dónde está la obra? Vine a trabajar, no a hablar del pasado.
Él la guió por el pasillo sin decir nada más. Sus pasos eran firmes. Controlados.
La llevó a una sala amplia, con paredes cubiertas de estanterías y una luz suave que bajaba desde el techo. En el centro, cubierto por una tela blanca, estaba el óleo.
-Es un retrato -dijo Alejandro, sin emoción-. De mi madre.
Elena levantó la tela con cuidado. El lienzo, de gran formato, mostraba una mujer de expresión serena, ojos verdes apagados y un gesto de melancolía que parecía hablar.
La pintura estaba craquelada, con zonas oscurecidas por la humedad. Pero la estructura general estaba intacta. Restaurable.
-Está deteriorada -murmuró Elena-. Pero no irrecuperable. Necesitaré al menos un mes. Y libertad de trabajar sola.
Alejandro asintió.
-Puedes usar el estudio del ala este. Tiene buena luz.
-Preferiría quedarme en un hotel.
Él la miró por primera vez, directo. Esa mirada que una vez la desarmó con solo cruzar la calle.
-No he olvidado lo que pasó, Elena.
-Yo tampoco -respondió sin pensarlo.
Se hizo un silencio denso.
-Entonces quédate -dijo-. Afróntalo, si puedes.
Ella apretó los dientes. Podía irse. Podría decir que no. Pero algo dentro, algo que no supo enterrar del todo, la obligó a asentir.
-Solo por el trabajo.
-Claro -dijo él, con una media sonrisa-. Solo trabajo.
La habitación de invitados era más lujosa que cualquier hotel en el que se hubiera alojado.
Sábanas suaves. Ventanales amplios. Una bañera de mármol. Pero lo único que le importaba era la pequeña libreta que guardaba en su bolso.
La abrió con manos temblorosas. Dentro, entre dibujos y anotaciones técnicas, estaba esa carta.
La había escrito después de marcharse.
"Me fui sin despedirme porque tenía miedo. Porque si te decía la verdad, me quedaba. Y si me quedaba, ibas a destruirte por protegerme."
"Te amé tanto que aprendí a perderte."
La cerró. No iba a llorar. No esta vez.
Tres años antes.
-Él no debe saberlo -le dijo su padre, en esa clínica donde las paredes olían a mentiras y desinfectante.
-¿Y si lo descubre? -preguntó ella.
-No lo hará, si lo alejas.
Y ella lo hizo. A la fuerza. Con palabras calculadas para herir. Le rompió el corazón para salvarlo.
Al día siguiente, comenzó la restauración.
Pasaba horas frente al retrato, despegando capas de mugre con bisturí y solventes suaves. Y aunque tenía las manos ocupadas, no podía dejar de pensar en Alejandro.
Él aparecía a veces. Con un café. Con alguna excusa.
-Te mueves igual -le dijo un día-. Concentrada. Como si nada más existiera.
-Algunas cosas no cambian.
-¿Y otras sí?
Elena no respondió.
Él dejó el café en la mesa y se fue. Pero esa noche, ella soñó con su voz susurrando a sus espaldas.
Una tarde, Alejandro entró sin avisar. Elena, agachada frente al lienzo, apenas lo notó hasta que él habló.
-¿Recuerdas la noche del incendio?
Ella lo miró de golpe.
-¿Por qué traes eso ahora?
-Porque pensé que ibas a morir. Porque gritaste mi nombre antes de desmayarte. Porque nunca hablamos de eso después.
Elena bajó la mirada.
-Tu padre me pidió que me fuera.
-¿Y tú le hiciste caso?
-Él sabía algo que tú no.
Él se acercó. Demasiado. Podía sentir su respiración en la mejilla.
-Dímelo ahora.
Elena tembló. Por dentro y por fuera.
-Estaba amenazada. No por ti. Por lo que sabía. Por lo que significabas.
-¿Y pensaste que era mejor dejarme creyendo que me habías usado?
Ella tragó saliva.
-Pensé que era la única forma de que vivieras.
Y entonces él la besó.
No fue suave. Fue una explosión contenida por años. Fue rabia y deseo. Culpa y necesidad.
Ella no lo detuvo.
Sus manos la atraparon por la cintura, como antes. Como siempre. Y por unos segundos, el mundo se borró.
Pero después, se separaron. Jadeando. Confundidos.
-Esto no cambia nada -murmuró ella.
-¿Y si lo cambia todo? -susurró él.
Esa noche, Elena no durmió.
La restauración seguía. El pasado regresaba. Y en el espejo, ella ya no era la misma chica que huyó.
Tal vez había venido por el dinero.
Pero se estaba quedando por algo que aún dolía.
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