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Cuando Christopher y Scarlett se conocen en una fiesta la noche de Halloween, no imaginan que sus vidas se unirán para siempre, a pesar de que ninguno recuerda cómo acabaron durmiendo juntos y de que no puedan ser más diferentes. Christopher es un chico problemático con el corazón herido que intenta olvidar su pasado oscuro. Solo está buscando algo que lo haga sentir otra vez. Y Scarlett es una artista que siempre ha tenido miedo de vivir su propia vida y se ha olvidado de sus propios sueños. Es la clase de chica que hace brillar hasta el corazón más desolado. Pero sus vidas cambiarán por completo cuando un pequeño incidente los obligue a fingir que están en una relación.
Christopher
Abro los ojos y de inmediato se que algo está mal.
El eco de mi propio pulso resuena en mis sienes, acompañado por un dolor punzante que amenaza con perforar mi cráneo. El dolor me envuelve y me abraza con una ferocidad que me roba hasta el último resquicio de lucidez, pero tengo claro que no debería estar aquí. Ayer me volví a exceder con el alcohol.
Mis párpados pesan como plomo, pero logro distinguir los contornos difusos de la habitación. Una lámpara de araña cuelga del techo, el dosel de la cama se alza sobre mí y las altas paredes azules se extienden hacia lo alto como los muros de un antiguo castillo.
Creo que voy a vomitar.
¿Qué rayos hago aquí?
Una risa amarga se escapa de mis labios entreabiertos. No es la primera vez que despierto en circunstancias extrañas, pero jamás había llegado tan lejos. Me habría sorprendido menos despertar atado a las vías de un tren que en la casa de mi abuelo muerto.
Quizá llamar a esto una "casa" no es la mejor descripción ya que la mansión de los Ashford parece más bien un palacio.
El silencio es roto por el gemido de una mujer a mi lado.
Mierda.
No estoy de ánimo para lidiar con nadie en este momento, mucho menos para explicarle a una extraña por qué tengo acceso a este lugar, si es que no lo sabe ya.
Cierro los ojos y finjo estar dormido.
Por ahora. la mejor opción es ignorar la realidad y esperar a que esta situación tan absurda se resuelva sola.
-No, no, no... Esto no puede ser -murmura con un tono cada vez más angustiado.
Es obvio que ya se percató de mi presencia.
Por más que intento hacer memoria sobre la noche anterior, no encuentro nada. Mi cerebro se niega a funcionar. Recuerdo que hablé con muchas mujeres anoche, pero ninguna de sus voces coincide con esta.
¿Y en qué momento se me ocurrió decirle: «Hey, ven. Te invito a pasar la noche en el castillo de mi familia al que no he ido en 10 años»?
Con cautela, entreabro los ojos para ver a la chica que se encuentra sentada en la cama con la respiración agitada.
En cuanto me ve, se incorpora a toda prisa y tira de la sábana que nos cubre, dejando al descubierto todos mis dotes. Sus ojos se encuentran con los míos y puedo ver lo alterada que está. Me recorre con la mirada, como si intentara descifrar quién soy y qué hago aquí.
Es mucho más hermosa de lo que creí.
Mi mirada cae sobre sus labios carnosos.
-¿Quieres otro round? -pregunto instantáneamente como idiota.
Su sorpresa se transforma en un grito ahogado.
-¡Cúbrete con algo! -me grita mientras me arroja una almohada.
No puedo apartar mis ojos de ella, incluso detrás de la máscara del terror, sus rasgos son impresionantes. La intensidad de su mirada adornada por esas gruesas pestañas, sus labios rosados entreabiertos por el susto y su cabello castaño cayendo en cascada sobre sus hombros.
Entiendo porque me fijé en ella anoche. Tengo tan buen gusto incluso cuando estoy ebrio.
-¡Deja de verme!
Una carcajada escapa de mis labios antes de que pueda contenerla. La ironía de la situación me golpea de lleno, y aunque me gustaría seguir apreciándola, aparto la mirada hacia otro lado.
-No me creo que esto esté pasando de verdad -murmura, su voz apenas un susurro cargado de incredulidad -. ¿En qué estaba pensando anoche?
-Te aseguro que la has pasado bien.
Molesta, mira lo que nos rodea, como si estuviera buscando algo. Con manos temblorosas, recoge un pedazo de tela negra del suelo y me lo arroja en la cara con gesto brusco.
-¡Esto es tuyo! -exclama con voz temblorosa.
Es mi ropa interior. Una oleada de vergüenza y desconcierto me invade. No logro entender porque me siento así, en cualquier otra circunstancia ya la tendría de nuevo en la cama a punto de retomar lo que dejamos la noche anterior. Pero hay algo en ella que no termina de encajar. No es como las chicas con las que acostumbro a salir.
Aparto la almohada con cuidado y me pongo la ropa interior en un intento por recobrar algo de dignidad. Mientras tanto, mantiene su mirada puesta sobre mí, un vistazo rápido que parece escudriñar cada centímetro de mi ser.
Ella da un grito ahogado una vez más y se lleva la mano a la boca, como si hubiera visto algo que la dejó sin aliento. Puedo sentir el rubor que se extiende por sus mejillas, un ligero tono rosado que contrasta con la palidez de su rostro anterior.
-Mis padres me van a matar. No debería estar aquí. Esto está mal -continúa ella con la voz estremecida.
¿Sus padres? ¿Cuántos años tiene?
La veo temblar, envuelta en la sábana, y siento un nudo en el estómago al comprender la gravedad de la situación. Observo su rostro redondo y su mirada inocente. Es muy joven.
-Por favor dime que eres mayor de edad.
-¿Acaso me ves cara de ir al cole? -me responde con sequedad. -Tengo veintiuno.
Escondo una sonrisa. Perfecto. No estoy cometiendo un crimen. Sus ojos conectan con los míos, aunque no tarda en girarse y a ponerse a buscar sus pertenencias.
-Tengo que encontrar mis cosas, llamar a un taxi y marcharme de este lugar cuanto antes.
Siento una punzada de culpa al darme cuenta de que está buscando algo imposible.
-Aquí no vienen los taxis, cariño... -le informo, pero me detengo al escucharme. Utilizar ese término de manera tan casual con ella me hace sentir fuera de lugar.
Es evidente que está asustada y confundida. Se ve tan vulnerable e indefensa, como si fuera la primera vez que hace algo así. Un sentimiento de remordimiento empieza a remecer mi conciencia mientras trato de recordar lo que pasó la noche anterior. No nada.
-¿Dónde estamos? -pregunta con la voz temblorosa
-En Merriley -responde intentando ofrecerle un poco de consuelo
-Dame una idea de donde...
-A unos veinte minutos de Greenport y unos doscientos kilómetros del centro.
Veo como sus ojos se agrandan y su expresión cambia bruscamente. Parece como si le estuviera dando un infarto; incluso sus ojos se ponen vidriosos, como si las lágrimas estuvieran al borde.
-¿A cuánto dijiste que estamos de... -susurra, y su voz tiembla con la preocupación.
No me jodas. Lo único que me faltaba.
«Ese no es tu problema» me digo a mi mismo, pero al parecer mi cerebro ya tomó otra decisión. No puedo simplemente dar la vuelta y dejar a la chica a su suerte en el otro extremo de la ciudad. Sé que probablemente lamentaré lo que estoy a punto de decir.
-Te llevaré a casa -ofrezco, intentando calmar la situación.
Ella me mira con ojos húmedos, envuelta entre las sábanas, a punto de llorar. El pánico es evidente en su rostro, sus mejillas rojas delatan su angustia. Pongo los ojos en blanco, frustrado por la situación.
-No es necesario, con que me acerques a Greenport es suficiente -responde, con desesperación en su voz.
La desesperación en su voz y el miedo que reflejan sus ojos me hacen sentir culpable. Aunque estoy seguro de que fue culpa del alcohol y no la he obligado a venir conmigo, también sé que soy su única opción.
-No fue una pregunta -le digo con firmeza.
Mientras ella continua con su búsqueda, me pongo de pie y trato de ignorar la oleada de vértigo que siento para dirigirme a la puerta tallada de madera fina. La empujo con cautela, y al abrirse, revela las altas columnas y los detalles intrincados que adornan las paredes.
Alrededor del piso de mármol, entre las sombras que proyecta la escalera, diviso algunas prendas dispersas de la chica. Entre ellas, una curiosa tela blanca captura mi atención: parece un disfraz de diosa griega. Me acerco y la recojo con cuidado. Me sorprende la forma en que está confeccionada, la costura revela un trabajo meticuloso.
En ese momento, me invade un recuerdo fugaz. Claro que la recuerdo. La recuerdo bailando en medio de la pista, con su energía contagiosa y su sonrisa encantadora. También recuerdo haberla besado, y lo mucho que me gustó. La sensación de sus labios contra los míos, la electricidad en el aire, todo parece cobrar vida de nuevo en mi mente.
Tengo otro problema.
Uno bastante incómodo.
Mi cuerpo no parece querer colaborar conmigo en está misión.
Tengo que ayudar a la chica, pero no dejo de imaginar todo lo que haría si me permitiera besarla, en todo lo que haríamos después. La presión aumenta debajo de mi ropa interior.
Sacudo la cabeza, tratando de apartar esos recuerdos de la situación actual.
Luego de unos minutos me doy cuenta de que no puede ir a su casa vestida así, parecería una prostituta. ¿Qué pensarían sus padres?
Una sensación de responsabilidad se apodera de mí. Por alguna razón siempre termino envuelto con esa clase de niñas problemáticas. No quiero meterme en problemas con ningún padre enfurecido, suficiente tuve con Angelique.
Pero también sé que está chica está metida en este problema por mi culpa y no tiene forma de salir de aquí. Así que voy a ayudarla y luego no volveré a verla nunca.
Decido dejar a un lado mi drama familiar y recorro la mansión hacia otra esquina, buscando en la habitación que pertenecía a Caroline, mi hermana. Rebusco entre los cajones y encuentro una blusa y un pantalón que podrían ser de su agrado.
Cuando regreso a la habitación donde está la chica, la encuentro mirando algo en el suelo. No logro identificarlo hasta que estoy cerca y siento una oleada de vergüenza.
Es desagradable.
No debería permitir que ella vea un condón usado.
-Aquí tienes -digo, extendiéndole las prendas-. Puedes vestirte en el baño. Estarás más cómoda.
Me mira con gratitud y acepta las prendas con un leve asentimiento. Cuando se encierra en el baño, siento que debo hacer algo más. Camino por el pasillo hasta llegar a la única habitación de la mansión a la que nunca me había atrevido a entrar: la recámara de Connor.
Han pasado casi diez años desde la última vez que estuve en esta casa. A pesar de que mis hermanos continúan reuniéndose en las fiestas navideñas con el resto de la familia, sin incluirme, nunca me ha importado. Ser la oveja negra de la familia se me da tan bien como respirar, y no pienso empezar a compadecerme de mí mismo ahora.
Al rebuscar entre las pertenencias de mi hermano, encuentro una camisa negra de manga larga y un pantalón. No se ajustan a mi estilo en absoluto; son demasiado formales, algo que solo consideraría usar en un funeral.
He asistido a más funerales de los que puedo contar. También soy responsable de muchos otros a los que ni siquiera tuve la oportunidad de asistir.
Es una carga pesada, una que llevo conmigo desde hace demasiado tiempo, pero pensar en eso ahora no me llevará a ninguna parte. Tengo asuntos más urgentes que atender y una chica esperando mi ayuda.
Regreso a la habitación justo cuando ella sale del baño.
-Asegúrate de no dejar nada en la casa. Después de irnos, no tengo planes de regresar aquí.
-¿No vives aquí? -me pregunta con los ojos curiosos.
-No, no es mi casa.
Mi respuesta parece generar más interrogantes en su mente.
-¿Entramos sin permiso?
Me río suavemente.
-No te preocupes. Es la casa de mi abuelo.
Espero que esta revelación alivie sus temores y nos permita concentrarnos en resolver su situación actual.
-¿Nos vamos?
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