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Helen es una reina vampiro, Aren es el rey alfa de su manada, ambos han sido enemigos desde que tienen memoria, sin embargo, en una noche, la pasión les envuelve en un episodio romántico de sus vidas en el que el amor prohibido es su principal enemigo.
Era una noche fría de invierno, y allí estaba yo, sentada en mi trono, disfrutando de una velada única e inigualable. Aquella era una velada que era especial para mí, puesto que la bruja de mi reino, que era mi mejor amiga, Sanie, ella había conjurado un precioso hechizo en el que, al menos unas 30 personas, estaban dispuestas a hacer todo lo que yo quisiera que les ordenará hacer.
En ese momento, nos encontrábamos celebrando una fiesta de origen carnal, una fiesta en que la que mis súbditos humanos se tocaban entre ellos para darse mucho placer. Eran hombres y mujeres, especialmente, de piel blanca, todos con estatus social alto, a pesar de que eran humanos. Todos ellos vivían como reyes, por qué aunque yo era la reina vampiro, y ellos unos simples inmortales, ellos sabían que debían de llevar bien la fiesta para ser acreditores de todos sus beneficios, ese privilegio incluía el hecho de ser malditos por una bruja y ser obligados a hacer todo aquello que yo quisiera que hicieran dentro de mi castillo.
Mi sirvienta, Hanna, servía incontables copas de vino cada tiempo que pasaba, y me las entregaba a mí, por suerte, al ser un vampiro, mi sangre era irresistible al alcohol de estos licores y ninguno podía ser capaz de emborracharme como lo haría un humano así tan fácilmente con tan solo beber tres copas seguidas. A mi lado, estaba mi mejor amigo, Edward, mi cómplice de todas mis aventuras como vampira, y como reina. Así como yo, él disfrutaba de toda esta velada.
- Mi reina, siempre he sido un fiel admirador de cómo eres capaz de divertirte con quien quieras hacerlo. Sin recibir quejas ni reproches. Eres una vampira admirable. Me siento orgulloso de ti. ¿Lo sabes, verdad? - susurró Edward a mi oído sin quitar la mirada de lo que pasaba frente a nuestros ojos.
Sonreí con satisfacción al escucharlo.
- Mi querido, Edward. Gracias por tu comentario, es muy halagador, pero ¿No prefieres que hagamos otra cosa? No lo sé, tal vez podamos irnos a un lugar más privado... - ofrecí con una mirada perversa, la verdad era que yo ya estaba sintiéndome demasiado excitada como para no poder controlarlo. Si no lo hacía, las cosas iban a ponerse muy feas en el momento.
Gracias a que yo era vampiro, no solamente era capaz de leer la mente de los humanos, saber cuáles eran sus mayores deseos, y placeres en la vida, sino que también, era muy capaz de leer la mente de los vampiros más débiles, y parece que mi mejor amigo, era uno de aquellos vampiros débiles porque yo estaba leyendo lo que estaba él pensando en ese momento acerca de mi propuesta.
"Sí, mi reina. Iré con usted a donde se le plazca llevarme. Hágame lo que quiera hacerme, hágame el amor como si fuera una fiera, que aquí estoy para complacerla en todo"
Aquello era todo lo que yo necesitaba para saber que la fiesta de esta noche iba a ser más que espléndida. Entonces, como Sanie estaba sentada a mi lado, decidí acercarme a ella, y le hablé al oído para pedirle un favor; le pedí a Sanie que ella hipnotizara a todos los súbditos asistentes a la fiesta, y que con esa hipnosis, ella les pidiera a ellos que se mantuvieran firmes, quietos y atentos a todo lo que se encuentran haciendo en ese momento.
Sanie solo tuvo que pronunciar una palabra de nuestra lengua antigua para que mis súbditos obedecieran a mis órdenes. Esa palabra fue Nahum que en nuestro idioma significa permanencia a querer seguir haciendo lo que estás haciendo sin resistencia hasta que el brujo que te ha hechizado te permita ser libre de todo mal sin sufrir consecuencias.
Me retiré de la fiesta con Edward siguiendo con obediencia cada uno de mis pasos. Se sentía tan maravillosamente estupendo la idea de tener súbditos y vampiros rendidos ante mis pies que yo ya estaba sintiéndome mucho más poderosa de lo que ya era hasta incluso antes de que me apoderara de mi trono.
Edward y yo nos metimos dentro de una puerta que se refugia en medio de las paredes grises oscuras del castillo porque esta era negra. El pasillo era iluminado por antorchas que tenían fuego encendido a su más alto furor. El calor estaba siendo potente en ese sitio del castillo, pero yo lo soportaba porque mi piel se adecuaba muy bien a este tipo de clima, yo nunca sentía si había calor o frío, mi piel se mantiene a temperatura ambiente. Aunque los humanos que me tocaban la mano para saludarme siempre me decían que yo tenía la piel muy helada como si la hubiera metido dentro de un congelador y la hubiera dejado allí por horas sin sentir nada hasta que esta estuviera a punto de congelarse, lo cierto era que yo siempre me mantenía a temperatura ambiente.
Caminamos por el pasillo hasta que mi cuerpo me llevó instintivamente hasta una puerta, está a diferencia de las demás, era una puerta roja que se destacaba de todo lo oscuro que hay a su alrededor. Sin decir nada, Edward supo qué hacer; él sacó un juego de llaves que conservaba guardadas en un aro de metal, eran varias, porque cada una de ellas cumplía una función principal en el interior del castillo, aquellas funciones nada más las conocíamos era Edward, Sanie, las llaves y yo.
Edward escogió la llave correcta, la introdujo en la perilla y la puerta rápidamente respondió. Abriéndose de par en par, la puerta nos cedió el paso a Edward y a mí, entramos a la habitación, y una vez allí dentro, Edward cerró la puerta mientras le ponía seguro para querer asegurarse de que nadie fuera a ser capaz de querer abrir la puerta solo por pura curiosidad.
La habitación a la que hemos entrado se conocía como La habitación roja. Y para Edward y para mí, era nuestra habitación favorita del castillo, porque en ella, solíamos divertirnos mucho cuando queríamos privacidad.
- ¿Estás lista para el final perfecto de esta velada, mi reina?
Rodeo la habitación, hasta que finalmente llegó a acomodarme encima de la cama. Me acuesto encima de ella con sensualidad, provocando que la falda de terciopelo roja de mi vestido se alce un poco más de encima de mis rodillas, a punto de irse encima a mis caderas.
Dejo mis piernas descubiertas, y puedo ser una fiel testigo de cómo Edward se relamió los labios y no le quitó la mirada de encima a mis piernas mientras que las miraba con deseo insaciable.
- Ven aquí, mi querido, Edward. Esta será una de las mejores noches sexuales que hemos podido vivir nunca.
Edward sonrió con deseo, y se acercó hasta donde yo estaba, con lentitud y delicadeza se posó encima de mí, y sus labios inmediatamente se dedicaron a saborear los míos con mucha pasión, así como si pretendería querer comerlos de un dolo bocado, pero queriendo guardar un poco solo para el postre.
Entre jadeos y gemidos, Edward y yo estuvimos a nada de terminar rompiendo la cama de la fuerza bruta que usamos mientras que tuvimos sexo. Parecíamos un par de conejos que no se calmaban con el más mínimo roce. Todo se sentía como si ambos hubiésemos dejado de sentir tanto placer por mucho tiempo y ahora nuestro cuerpo pedía a gritos que lo hiciéramos sin parar hasta que no pudiéramos aguantar más.
- Edward, mi querido, Edward. Siempre lo diré; eres el mejor amante que cualquier mujer pueda desear meter a su cama. Haces el amor como si fueras un Dios griego caído de su templo - confesé mientras que intentaba calmar un poco mi agotada respiración.
Edward no respondió ante mi comentario, sin más, él se acercó a mis labios, y los besó.
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