a, la iglesia es
tes de morir. El velo cubría mi rostro, pero a través de la fina tela podía ver las hileras de bancas de madera oscura, pulidas y desiert
o, Ricardo,
re, Elena, ni mi padre, Jorge
las doce. El sacerdote, un hombre anciano y paciente, me miraba con una expresión de profunda pena
anizadora de bodas y ninguna de mi familia. Abrí Instagram por un impulso estúpido,
í es
adre abrazaba a una chica delgada de cabello teñido de rubio platinado. Mi padre estaba a su lado, con una mano protectora en el hombro de
na, mi herm
excusa de "encontrarse a sí misma". La que siempr
rpresa! ¡La princesa ha vuelto! ¡Familia co
cinco minutos. Justo a la hora en que yo de
mano que sostenía el teléfono empezó a temblar. Pulsé el botón de llamada, marcand
con Ricardo. Sonó
ejana, ahogada por el rui
ás?", mi voz salió c
ntina de fondo, riendo. "¡Ay, qué emoci
u tono era evasivo, culpable. "Valentin
hoy, Ricardo.
o es. Se pone mal si no estamos todos para ella. Es una
a. "¿Entender que me dejaste p
nimos a recogerla. Iremos p
foto de Mateo, "familia completa", resonaba en mi cabeza. En e
sin des
pocos invitados que quedaban empezaron a levantarse, susurrando entre ellos. Me miraban c
su rostro era una máscara de profesionali
zos blancos en las bancas, al altar que esp
voz que no reconocí como la m
a. El sol de mediodía me cegó por un instante. No lloré. Las lágrimas se habían seca
a con Ricardo. Me quité el vestido y lo dejé caer al suelo, un mon
scrita. En la parte superior, con mi caligrafía, se leía: "Desilusión número 99: Ricardo usó el diner
una mano sorprendenteme
ido me abandonaron en el altar el día de mi bo
n. Era un número red
. No era resignación. Era una decisión.