stante, un dolor sordo que se agudizaba con cada movimiento brusco o cada vez que intentaba dormir. Pero er
ero Sofía se encargó de dar su propia versión. Lloró en entrevistas, insinuando abuso y abandono, pintándome como un monstruo. Mis padres es
r cada rastro de ella. El agente inmobiliario, un hombre eficiente enviado por Javier, me aseguró una venta
eló la sangre. Detrás de una estantería, había un pequeño panel falso en
un viñedo, brindando. En la cama, abrazados, desnudos, con la misma sonrisa cómplice que tantas vece
e heredó y que desapareció misteriosamente hacía un año. Sofía me había ayudado a buscarlo por toda la casa, s
d. No era solo el engaño. Era el descaro. El desprecio. Se habían b
, sonrisas discretas. Ella le tocaba el brazo "casualmente" al pasarle la sal. Él le respondía con un comentario que solo ellos entendían. Yo lo vi, pero me convenc
. Ya no había tristeza. Solo una determinación de hierro. Cerré la caja con un g
Habían intentado borrarme de mi propia vida.