ón donde ahora dormía estaba decorada con lujo y elegancia, pero para ella, ese lujo se sentía como una jaula dorada. Afuera, el palacio despertab
la reina Amara. Su cabello estaba perfectamente peinado, el maquillaje impecable y el vestido bordado caía con gracia so
pasillos del palacio, explicándole las reglas no escritas de la corte: cuándo sonreír, cómo saludar a un noble, qué temas evitar y cuáles fingir
vestidos con ropas finas, que la miraban con una mezcla de curiosidad y desdén. Ella debía escuchar, aprender a responder con au
se sucedían en voz baja, con susurros que parecían medir cada una de sus palabras y gestos. Más de una vez tuvo q
a conectar, aunque fuera de forma sutil. Una joven dama que le habló con suavidad sobre los jardines del palacio, y
ofundo agotamiento, pero también una extraña determinación. Sabía que ese era sol
comprendió que, para sobrevivir en ese mundo de apariencias, tendría que dejar atrás parte de sí misma y