-Anda ya, Buda-la molesté-. Me saldrán raíces del trasero si sigo sentada aquí por más tiempo.
Edith dejó caer las manos a sus lados y me lanzó una mirada de exasperación.
-Leah, estoy tratando de hacerte un fa-vor-se defendió-. Tus chakras podrían estar terriblemente desordenados y tu pobre alma en desgracia podría terminar en el infierno.
Enarqué las cejas, sin estar en absoluto convencida.
Mamá decía que había sacado eso de papá. Eso y mi manía de mirar a todos los demás como si no pudieran sumar dos más dos.
-De acuerdo, tú ganas-se rindió, al tiempo que se acomodaba sobre el hombro la larga cabellera clara-, pero deja de mirarme como si fuera estúpida.
Me incorporé de un salto y le pasé el brazo por los hombros, instándola a caminar junto a mí para llegar al edificio principal; seguramente Jordan y los demás estarían ya esperando por nosotras.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro al imaginar la cara que pondría mi novio cuando le contara que-nuevamente- había sido el conejillo de indias de Edith en su incansable obsesión por encontrar la religión perfecta que llenaría de plenitud y felicidad su vida.
Aunque debía admitir que después de pasar por el chamanismo y el shintoismo, el budismo no sonaba tan mal.
-¿De qué te ríes?-preguntó mi amiga con curiosidad-. A veces me asustan tus reacciones, ¿sabes? Eres tan rara.
-Mira quién habla-contraataqué dándole un golpecito con mi cadera-. Pensaba en Jordan.
Ella resopló y se deshizo de mi agarre.
-Obviamente. Tu pequeño cerebro no puede pensar en otra cosa, mononeurona.
Abrí la boca fingiendo indignación y acelerando mis pasos para ir a la par.
-¿Perdón? Lo dices porque estás celosa. No es mi culpa que la gran Edith Morgan no pueda conseguir pareja.
Mi mejor amiga me asestó un golpe en el hombro y una risa se escapó de mi garganta.
-No es que no pueda conseguir a cualquiera, es que no quiero a cualquiera-clarificó y reí con más ahínco.
-Claro, lo que tú digas.
-En verdad. Los chicos de nuestra edad son tan idiotas-recalcó con dramatismo-. Lo mejor que podría hacer es conseguirme a alguien mayor, ya sabes, más maduro, como un sugar daddy.
La miré a mitad de camino entre la incredulidad y la diversión.
-¡Por Dios, Leah! No me mires como si tú nunca lo hubieras pensado. En verdad, ¿qué se sentirá estar con un hombre maduro, experimentado, guapo?-sacudí la cabeza y Edith esbozó una sonrisa maliciosa-. Ahora que lo pienso, a tu padre los años le han asentado maravillosamente. Él sería un perfecto sugar daddy.
-No, no. Alto ahí, loca-la amenacé deteniendo su andar en seco con un dedo acusador-. Ni se te ocurra. Además, mi madre te cortaría el cuello, estoy segura.
-¿Y quién no?-clavé mis ojos en ella con horror.
Soltó una carcajada y me dio un manotazo, al tiempo que retomaba su camino.
-Okay, entonces tu papi está fuera de mi alcance.
-A mil años luz, diría yo-remarqué con decisión.
-Bien, ¿y qué tal si me presentas tu hermano mayor? Erik está buení...
-Ni en un millón de años-la corté, divertida-. Además, nunca dejaría a Claire. Hasta donde yo sé, la adora.
Edith bufó derrotada y la interrumpí de nuevo cuando abrió la boca para decir otra estupidez.
-Y ni se te ocurra mencionar a Damen, sólo tiene quince años-la rubia se retiró un mechón de cabello del rostro con hastío y agachó los hombros.
-¡Leah, no es justo!-berreó- En serio, ¿qué clase de ritual hicieron tus padres? Todos ustedes son ridículamente...-gesticuló, tratando de encontrar la palabra correcta dentro de su disparatada cabeza-Atractivos.
-Es la naturaleza-dije con petulancia, retirándome el cabello oscuro del hombro con parsimonia, para otorgarle más dramatismo-. Se llaman genes, por si no los conocías.
-Si llimin ginis-me imitó con voz aguda-. Maldita zorra presumida.
Volví a reír.