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Amaya Vega es una joven española que desea acabar con su vida lo más pronto posible. Llega a Ámsterdan en busca de un suicidio asistido, lo que no sabe es que durante su estadía conoce a Leonardo Burgos, un médico con una visión acerca de la vida y la muerte un tanto retorcida, y le hará pensar acerca de si su vida vale la pena o si la mejor cura para sus heridas es la misma muerte.
Se acercaba diciembre y el clima era realmente frío por aquellos días, cualquier persona que me observara caminar con la vista gacha por las calles de Ámsterdam, pensaría que estoy de vacaciones; una amarga sonrisa se dibujó en mi rostro cuando aquel pensamiento se presentó en mi cabeza, desde ya hace casi un año en el que no tenía vacaciones.
Pero... ¿Qué de importante tienen unas vacaciones?
La respuesta era simple: siempre salía de vacaciones junto con mis padres y ahora era imposible repetir aquellos hermosos momentos... ellos fallecieron a inicio de año.
Hace una semana había llegado a este hermoso país y mi estadía había sido de todo menos alegre o emocionante, en realidad, me invadía una profunda tristeza, algo inexplicable, como si me faltara alguna parte de mi cuerpo y quizá no era algo que se podía observar a simple vista, pero desde la partida de mis padres sentía como si caminara por el mundo y estuviera incompleta.
-Hoy es el día -me dije a mí misma y sonreí para darme ánimos o al menos eso intentaba.
Mi móvil comenzó a sonar, observé el celular, quien me llamaba era Enzo, el mejor amigo de mi padre. Rodé los ojos y corté la llamada de inmediato, no me apetecía hablar con nadie en aquel momento, realmente hace una semana que no contestaba llamadas; reí en mi interior, como si me llamaran mucho, ya no tenía a nadie más, sólo me quedaba Enzo, quien se había comportado como un tío desde mi nacimiento.
Acomodé mi suéter y seguí caminando. Era el último día de mi vida, quería darme un gran lujo para despedirme de este mundo, quería consentirme por última vez; pero ni siquiera tenía fuerzas para eso, así que, cuando había llegado al estacionamiento del supermercado de inmediato subí a mi auto y apoyé mi cabeza en el timón mientras cerraba los ojos y soltaba un suspiro cansado.
-No le daré tantas vueltas al asunto, no tengo ni siquiera con quien platicar en estos momentos, no encuentro la lógica de querer darme el mayor regalo de despedida, cuando mi mayor regalo lo tuve durante veintidós años y no lo aproveché como yo quisiera. -Cerré aún más fuerte mis ojos y unas cuantas lagrimas salieron de ellos.
Estuve sentada en el auto escuchando algunas de mis canciones favoritas, antes de despedirme de él, canté a todo pulmón y no me importaba si las personas de mi alrededor podrían escucharme, ¿qué más daba?, todo había acabado para mí desde hace mucho tiempo, no tenía por qué seguir de pie...
Una imagen de aquellos pequeños niños que tenía bajo mi cargo en la Fundación Deseo se vino a mi mente, quizá ellos eran lo único que tenía; sin embargo, mi estado mental como mi salud me impedía darles todo lo que ellos merecían, era mejor que otra persona quedara a cargo de ellos.
Nadie sabía dónde me encontraba...
A nadie le había comentado de mi decisión...
Era muy difícil que alguien supiera todo lo que estaba viviendo, porque irónicamente no tenía a nadie.
Encendí el auto y con la poca fuerza que me quedaba para seguir respirando, para seguir de pie, me dirigí hacia la organización. Hace mucho que había arreglado los papeles para tener un suicidio asistido, inconscientemente reí, seguramente mis padres estaban muy decepcionados de mí allá en el cielo.
Quería disfrutar un momento de aquel clima tan encantador que cubría toda la ciudad de Ámsterdam, así que decidí manejar con lentitud mientras bajaba los vidrios del auto y dejaba entrar aquel frío tan exquisito y tan navideño.
Esta ciudad es todo un sueño para cualquiera, pero para mí se había convertido en toda una pesadilla; no sé qué suceda después de la muerte, pero si los muertos llegarán a tener conciencia seguramente recordaría este día y esta ciudad como lo más triste de mi vida.
Conduje por un par de horas, siempre con la precaución de no causar tráfico y a la vez disfrutando los últimos momentos de mi vida. Recordaba a mi familia, los momentos que viví con mis padres y como después de su muerte una gran depresión me invadió y como nunca pude superarla.
Lo que era aún más duro para mí era el hecho que mi tío Enzo sintiera que por alguna razón yo era la causante de la muerte de mis padres, que yo les había consumido la vida, él nunca me lo dijo expresamente; pero por sus actitudes, por algunos comentarios sentía o lograba percibir cierto rencor hacia mí, le había arrancado a su mejor amigo, a su hermano.
Al llegar a la organización, estacioné el carro con mucho cuidado, observé su interior con cierta nostalgia, era el auto de mis padres y muchos recuerdos estaban dentro de él, en sus asientos, en sus vidrios. Era un lugar pequeño, pero muy lleno de historias. Con mi delicada mano toqué el asiento del copiloto e inconscientemente me estaba despidiendo del auto, sin querer lo estaba haciendo y con ello me estaba despidiendo de mi sufrimiento.
Tomé el celular entre mis manos y con los ojos vidriosos pensé en llamar a Enzo, tenía la tentación de hacerlo, pero me abstuve, no quería darle otro dolor más, era injusto que lo hiciera sufrir de esta manera, prefería que se diera cuenta cuando ya todo estuviera hecho.
Me bajé del coche y me coloqué mi suéter que cubría totalmente mi cabeza, por alguna extraña razón no quería que nadie viera mi rostro, como si me sintiera avergonzada de mi decisión y quizá sí, había dejado de luchar, había renunciado a mi vida porque me sentía sin fuerzas.
Sin más que decir, caminé hasta las puertas de la organización y entré con un poco de timidez, mientras en mi mano observaba el nombre de la persona que asistiría mi suicidio: Cristina Ayala, la doctora Ayala.
Tragué grueso, a pesar que la decisión estaba tomada aún me costaba asimilar que hoy era mi último día de vida y que aquellos suspiros cansados que salían de mi boca eran los últimos que sentiría y escucharía... Llegué hasta el área de asistencia y con mi voz temblorosa pregunté:
-Buenas, vengo en busca de la doctora Ayala - dije casi en un susurro.
La secretaria me observó un poco desconcertada y preguntó:
- Usted necesita de nuestros servicios?
Yo asentí levemente con mi cabeza.
-Esto me lo entregaron, me dijeron que cuando llegara el día se lo entregara a la persona que estaba atendiendo. Imagino que es usted.
La secretaria tomó los documentos, los observó de forma rápida para luego escribir en un papel el número de habitación donde se encontraría la doctora Ayala.
-Búsquela en esa habitación, ella la está esperando. Espero y esté segura de su decisión señorita... -hizo una pequeña pausa para ver mi nombre en los documentos - Vega
Me quedé muda no podía responderle nada a aquella desconocida, pero sus palabras removieron algo en mi interior y sentí cierta confusión por unos instantes.
Con el número de habitación en la mano seguí caminando rápidamente, ahora no había nadie que me pudiera detener, no había nada solamente los pasillos del hospital y yo.
Empecé a ver colores obscuros, no sabía que me pasaba, no podía ver a las personas que se encontraban cerca de los pasillos, los objetos; en mi cabeza únicamente se encontraba el número de habitación, era lo único que podría percibir y pensar. Mis manos estaban sudorosas a pesar del gran frío que estaba haciendo en la ciudad, sentía como las gotas de sudor resbalaban desde mi frente hasta mis mejillas.
Había un cierto porcentaje de inseguridad en mí, pero la decisión ya estaba tomada y cada paso que daba hasta llegar a la habitación me hacía sentir más segura de realizar el suicidio asistido.
Aquel lapso de tiempo se me hizo eterno, los segundos se hicieron minutos y los minutos se convirtieron en horas. No había caminado mucho; sin embargo, mi respiración era agitada y cansada, seguro el cansancio no era físico, sino mental.
Al fin, llegué hasta la habitación, las puertas no eran como las de un hospital cualquiera donde se puede ver el interior de la sala, las puertas eran más parecidas a las de una habitación, para que nadie supiera lo que sucedía detrás de unos simples pedazos de madera.
No sabía qué hacer... No sabía si entrar de un sólo o llamar a la puerta... Lo único que sabía es que ya no había marcha atrás.
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