Ella estaba de pie frente al ventanal de piso a techo, observando cómo la ciudad comenzaba a encender sus luces contra el crepúsculo morado. Su reflejo en el cristal le devolvía la imagen que el mundo conocía: una mujer de treinta y cinco años, impecablemente vestida con un traje sastre de seda gris marengo, el cabello oscuro recogido en un moño arquitectónico del que no escapaba ni un solo mechón rebelde. Sus ojos, de un marrón tan oscuro que a menudo parecían negros, eran pozos de calma inescrutable.
Valeria era una fortaleza. Había construido esa reputación ladrillo a ladrillo, caso a caso, destrozando a fiscales arrogantes y negociando acuerdos que dejaban a sus oponentes agradecidos por conservar la camisa. Su especialidad no era la ley; su especialidad era la certeza. Sus clientes no le pagaban tarifas exorbitantes por esperanza, le pagaban por resultados garantizados.
-Señora Santander, el acuerdo de Farmacéutica Delta está firmado. Han capitulado en todas las cláusulas.
Valeria no se giró de inmediato. Dejó que su asistente, Clara, esperara unos segundos. El control del tiempo era otra de sus armas.
-Excelente -dijo finalmente, su voz una suave cadencia de autoridad-. Archívalo y envía la factura final antes de que termine el día. Añade la prima de éxito acordada.
-Sí, señora.
Clara no se movió. Valeria percibió la vacilación en el silencio que siguió, una pequeña grieta en la rutina perfectamente engrasada de su bufete.
-¿Algo más, Clara? -preguntó, girándose lentamente.
Su asistente, una joven eficiente que rara vez mostraba emociones, parecía incómoda. Sostenía una carpeta de cuero negro contra su pecho como si fuera un escudo.
-Ha llegado esto hace diez minutos. Por mensajería privada. El mensajero... no era de ninguna de las empresas habituales. Insistió en que se le entregara en mano inmediatamente.
Valeria extendió la mano, sus dedos largos y cuidados, sin ninguna joya salvo un reloj Cartier de diseño minimalista, tomaron la carpeta. No tenía remitente. El cuero era de una calidad que superaba incluso los estándares de sus clientes habituales; era suave, italiano, y olía débilmente a tabaco de pipa caro y a algo metálico, casi imperceptible.
-Gracias. Puedes retirarte.
Cuando la puerta se cerró con un suave clic, la atmósfera en la oficina cambió sutilmente. La seguridad que Valeria proyectaba, esa armadura impenetrable, pareció adelgazar unos milímetros.
Caminó hacia su escritorio, una vasta superficie de roble macizo totalmente despejada, salvo por una computadora portátil y una pluma estilográfica. Se sentó en su silla ergonómica de diseño, sintiendo cómo el cuero se amoldaba a su espalda tensa.
La victoria de Farmacéutica Delta debería haberle provocado una oleada de satisfacción. Era el tipo de caso complejo, multimillonario, que cimentaba aún más su estatus de intocable. Pero la satisfacción era un lujo que Valeria Santander hacía tiempo que no podía permitirse.
Su mirada se desvió hacia el cajón inferior de su escritorio, el único que siempre mantenía cerrado con llave. Allí dentro no había expedientes confidenciales de clientes, sino su propia soga. Un pequeño dispositivo USB y una libreta de contabilidad que detallaban el error más estúpido y devastador de su vida. La inversión fallida, la desesperación, y el movimiento de capitales que había cruzado la línea de la legalidad para salvarse de la ruina total.
Era una abogada brillante atrapada en una mentira financiera que, si salía a la luz, no solo acabaría con su carrera; la enviaría a prisión. La ironía era tan amarga que le quemaba la garganta. Defendía a criminales de cuello blanco mientras ella misma era una, escondida a plena vista detrás de su prestigio.
El dinero de Delta ayudaría a tapar otro agujero, a ganar un poco más de tiempo, pero la deuda original, la mancha en su historial financiero oculto, seguía ahí, palpitando como una infección bajo la piel.
Volvió su atención a la carpeta de cuero negro sobre su escritorio. Le provocaba una inquietud instintiva, una sensación similar a la que tenía en la corte cuando sabía que el fiscal tenía una prueba sorpresa que no había compartido.
Abrió la carpeta.
Dentro solo había una hoja de papel. No era papel de impresora estándar. Era cartulina gruesa, color crema, con textura de lino. En el centro, impresas en una tipografía elegante y sobria, había solo tres líneas.
Club Ateneo.
Salón Privado 4.
Esta noche, 21:00 horas.
No había firma. No había explicación. Era una citación, no una invitación. Y la falta de nombre era más elocuente que cualquier firma.
El Club Ateneo era un bastión de la vieja élite de la ciudad, un lugar donde los negocios reales se cerraban entre humo de puros y whisky añejo, lejos de las salas de juntas y los registros públicos. Pero incluso el Ateneo tenía sus niveles. Los salones privados eran territorio sagrado, lugares donde la discreción no era una norma, sino una religión.
Y solo había un hombre en la ciudad cuyo poder era tan absoluto que no necesitaba firmar sus órdenes.
Máximo Mendoza.
El nombre resonó en la mente de Valeria como el tañido de una campana fúnebre. Mendoza no era un cliente. Mendoza era una fuerza de la naturaleza, el hombre que movía los hilos invisibles de la ciudad, el "Padrino" en los susurros temerosos de los pasillos judiciales. Su influencia se extendía desde los muelles de carga hasta las oficinas de los senadores.
Valeria había construido su carrera manteniéndose al margen de ese tipo de oscuridad. Defendía fraudes fiscales, malversaciones corporativas, delitos limpios. Nunca sangre. Nunca crimen organizado puro y duro.
Su primer instinto fue rechazarlo. Su agenda estaba llena, su tarifa era inaccesible para una petición no solicitada, su protocolo era estricto. Extendió la mano hacia el teléfono para llamar a Clara y decirle que enviara una nota de rechazo cortés pero firme al Club Ateneo.
Sus dedos se detuvieron a centímetros del auricular.
Su teléfono móvil personal, que descansaba boca abajo sobre el escritorio, vibró una sola vez. No era una llamada. Era un mensaje de texto de un número desconocido.
Valeria le dio la vuelta al teléfono. La pantalla se iluminó. El mensaje no contenía palabras. Era solo una imagen.
El corazón de Valeria se detuvo en seco. El aire acondicionado de la oficina pareció volverse repentinamente ártico, congelando la sangre en sus venas.
La imagen en la pantalla de su teléfono era una fotografía granulada, tomada desde cierta distancia, pero inconfundible. Era ella, hacía tres años, saliendo de un banco en las Islas Caimán. Llevaba gafas de sol y un pañuelo en la cabeza, intentando pasar desapercibida. En su mano, sostenía el maletín que contenía los documentos de la transacción ilegal que había salvado su fachada y condenado su alma.
Nadie sabía de ese viaje. Nadie. Había borrado cada rastro digital, había viajado con un pasaporte secundario. Había sido perfecta.
O eso creía.
El teléfono vibró de nuevo. Un segundo mensaje del mismo número. Esta vez, solo texto.
La puntualidad es una virtud, Sra. Santander.
Valeria miró la tarjeta de lino sobre su escritorio. Luego miró la foto en su teléfono. El mensaje era claro como el cristal. La citación no era una oferta de empleo; era una notificación de que su vida, tal como la conocía, había terminado. Su torre de marfil acababa de ser sitiada.
Levantó la vista hacia la ciudad nocturna, las luces brillando abajo como joyas frías e indiferentes. Por primera vez en una década, Valeria Santander sintió el sabor metálico y corrosivo del miedo puro. Sabía que no tenía elección. Tenía que bajar de su fortaleza y entrar en la boca del lobo, sabiendo perfectamente que el hombre que la esperaba allí ya tenía los dientes clavados en su secreto más oscuro.
Miró su reloj Cartier. Eran las 20:15.
Tenía cuarenta y cinco minutos para prepararse para el juicio más importante de su vida, uno donde no había juez ni jurado, solo un verdugo esperándola en un salón privado.