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Mi esposo, Mateo, el magnate de bienes raíces que conquistó Buenos Aires, me prometió el collar de diamantes vintage que tanto deseaba en una subasta de caridad. Pero en la gala anual de su fundación, vi esa misma joya, que él decía "perfecta" para mí, brillando ostentosamente en el cuello de una joven arquitecta de su empresa, Isabela Fuentes. Lo que siguió fue una serie de humillaciones: me abandonó en la noche para consolar a Isabela, me tildó de "dura" y, al exponer su traición familiarmente, Isabela lo acusó de abuso con falsas lágrimas, convirtiéndolo en víctima y a mí en la villana sin corazón. Aunque una investigación posterior probó que Mateo fue víctima de una conspiración y no me engañó físicamente, ¿cómo perdonar su ceguera, su deslealtad, los incontables momentos en que eligió desconfiar de mí y validar el engaño, destrozando la esencia misma de nuestra unión? Con una calma forjada en el dolor, le entregué los papeles de divorcio, aceptando que la "verdad" no podía reconstruir la confianza que él mismo había demolido, sellando el fin de un amor que se había vuelto tan irreconocible como el vino convertido en vinagre.