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La luz del sol valenciano inundaba mi apartamento, un día cualquiera. El aroma a café fresco flotaba, y la voz de mi marido, Javier, rompió la calma. "Sofía, cariño, mi padre ya ha llegado." Pero mi mente seguía anclada en el sabor metálico de la sangre. En la oscuridad que lo había envuelto todo, en el silencio donde antes lloraba mi Mateo. Entonces, la imagen de Bestia, el Dogo Canario, sus ojos fríos e inteligentes. La misma mirada que me quitó la vida, la misma que se llevó a mi hijo. Corrí, temblorosa, hacia la cuna de Mateo. Allí estaba, mi pequeño Mateo, respirando; su piel, tibia, viva. Un alivio inmenso se mezcló con un horror profundo. Un gruñido me hizo girar: Ricardo, mi suegro, y a sus pies, la bestia. "Es por seguridad," dijo con su sonrisa condescendiente. Javier asintió, totalmente ajeno al mortal peligro que había entrado en casa. ¿Cómo podía estar reviviendo aquello que ya me había matado? No era una pesadilla, era una segunda oportunidad. La última pregunta de mi vida anterior resonó: ¿cómo supieron dónde estábamos? De la impotencia pasada, ahora brotaba una furia fría e implacable. Esta vez, no gritaría ni huiría. No buscaría razones, sino venganza. El juego había comenzado, y conocía las reglas. Esta vez, las reescribiría todas.