/0/17106/coverbig.jpg?v=db2527e3a460b1ef04c8d1dfb0259a1b)
Mi alma flotaba inerte sobre mi propio cuerpo. Abajo, mi hijo Leo, de apenas siete años, sacudía a su madre, Isabela, pidiéndole auxilio para mí. Ella, indiferente, se arreglaba para una gala con Ricardo, su amante. Con horror, comprendí que Isabela, cegada por él, me había negado la medicación y retrasado la ayuda médica. Morí por su negligencia. Pero mi tormento no acabó. Como fantasma, vi a Isabela despreciar a Leo, quien, cojeando, buscaba ayuda. Fui testigo de cómo Ricardo, con saña, golpeaba a mi hijo, luego desmembró mi cuerpo y arrojó a Leo al río. La impotencia de ver a mi propio hijo sufrir tal crueldad, abandonado por su madre, era indescriptible. ¿Cómo pudo la mujer que amé caer tan bajo, tan ciega a la verdad que se negaba a sí misma? Aunque Leo fue rescatado, no resistió. Mi alma y la suya ahora están juntas, liberadas. Pero el juicio de Isabela, la cómplice de nuestra tragedia, apenas ha comenzado en el laberinto de su propia locura.