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Sofía Herrera había vivido siete años siendo la dispensadora de sangre para la "amada" de su prometido. Él la utilizaba, la humillaba, la mantenía atada con promesas vacías de un amor que nunca llegaría. En su última donación crítica, los médicos advirtieron que su cuerpo no podía más. Su vida pendía de un hilo. Pero desde el otro lado de la cortina, escuchó la sentencia final de Alejandro: "Que muera. Solo me importa que Isabella viva." Esas palabras la destrozaron, más profundamente que cualquier aguja. Sintió cómo su vida se escurría, gota a gota, junto con su sangre. Murió, habiendo sacrificado todo por un hombre que la despreciaba y por la mujer que le había robado hasta el último aliento. Luego, la oscuridad. Un pitido agudo. Luz brillante. Desorientada, Sofía abrió los ojos y reconoció el olor a antiséptico: era la clínica, el día de la primera donación. ¡El día en que le exigió matrimonio a Alejandro, creyendo que así lo ganaría! ¿Había vuelto al pasado? ¿Una segunda oportunidad? ¡Qué ingenua había sido! La puerta se abrió de golpe. Entró Alejandro, con el rostro desesperado: "Sofía, Isabella te necesita. Su vida depende de ti." Los mismos ojos suplicantes, las mismas mentiras. Pero ella ya no era la misma. El recuerdo de su propia muerte ardía en su mente. Esta vez, el juego sería diferente. Esta vez, ella no pediría migajas de amor.