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Amelia limpia los pisos de mármol de la familia De la Vega mientras su vida se desmorona al otro lado de la ciudad. Su padre ha desaparecido dejando deudas con gente peligrosa, su hermanita pequeña llora de hambre cada noche, y ella solo tiene una cosa clara: nadie vendrá a salvarla. Hasta que aparece Luciano, el hijo mayor de la familia rica. Un arrogante con sonrisa de oro, el tipo de hombre que jamás mira al suelo... hasta que la ve a ella. Lo que comienza como una provocación se convierte en un juego peligroso de miradas, silencios, roces furtivos y emociones que amenazan con devorarlos. Él tiene todo menos libertad. Ella no tiene nada, salvo dignidad. Y un corazón que empieza a latir por alguien que nunca debió tocarla. Pero cuando el escándalo explota, los secretos salen a la luz y las amenazas cruzan clases sociales, Amelia tendrá que decidir si se aferra al amor que la hizo sentirse vista por primera vez... o si lo deja atrás para proteger lo único que le queda: su hermana, y un futuro incierto que crece en su vientre. Un amor imposible. Una ciudad dividida. Una historia feroz, vertiginosa y adictiva sobre lo que ocurre cuando dos mundos que nunca debieron cruzarse... se encienden como pólvora.
La mopa se deslizaba como si tuviera memoria propia, arrastrando restos de tierra, cera vieja y una mancha oscura que parecía no querer desaparecer. Amelia no sabía si era sangre o vino tinto seco, pero la fregaba con rabia contenida, como si pudiera borrar su historia junto con esa mancha.
El mármol blanco le devolvía un reflejo pálido de sí misma: la camisa de sirvienta con las mangas remangadas, la trenza cayendo, por un lado, las rodillas rojas, por tanto, restregar. El aroma del desinfectante quemaba las fosas nasales y no dejaba espacio para pensar... pero, aun así, pensaba.
En él.
En su padre.
En la última vez que lo vio, borracho en la puerta del cuarto de su madre, suplicándole que le prestara el poco dinero que guardaban en la caja de medicinas.
En cómo desapareció a la mañana siguiente.
En el silencio pesado que dejó atrás.
El celular vibró en el bolsillo de su delantal.
Lo sacó con las manos mojadas, dejó caer un poco de agua jabonosa en la pantalla.
"Lo vieron. Tu papá. Se fue del pueblo. Le debe plata a gente pesada. Dicen que están buscándote."
Amelia sintió que se le helaba la médula.
Las piernas le temblaron.
El trapo resbaló entre sus manos.
Por un segundo, el mundo entero pareció inclinarse hacia ella.
-No, no, no, no...
Miró a ambos lados del pasillo de servicio. No podía respirar. No podía pensar. Solo una idea le cruzó la cabeza: tengo que salir de aquí. Tengo que ver a Isabelita. Tengo que avisar a Elena.
Dejó la cubeta y la mopa tiradas. Las pisadas húmedas quedaron marcadas detrás de ella mientras corría. Pero, en su desesperación, tomó el camino equivocado. No fue hacia la puerta trasera.
Entró por el pasillo principal.
Pisos de mármol relucientes. Cuadros enormes. Espejos dorados. Alfombras que costaban más que toda su vida. Todo brillaba, todo olía caro. No debía estar ahí. Lo sabía.
Y ahí estaba él.
Luciano De la Vega.
Camisa blanca, impecable, el cabello rubio despeinado de forma perfectamente intencional, apoyado con una copa en la mano contra una de las columnas.
La miró. De arriba a abajo.
Como si no fuera una persona.
Como si fuera parte de la basura que ella estaba acostumbrada a limpiar.
-¿Y tú qué haces aquí?
La voz de él no fue agresiva. Fue peor: indiferente.
La clase de indiferencia que hiere más que un grito.
Amelia no dijo nada. Sentía el corazón martillando el pecho, la cara enrojecida, las mejillas húmedas de vergüenza.
Él dio un paso hacia ella.
-¿Estás perdida? Porque por aquí no se entra con trapo en mano.
Ella apretó los labios. Tragó saliva. La rabia y el miedo se mezclaron con algo más oscuro, más antiguo. Humillación.
Quiso hablar. No pudo.
Claro, aquí tienes el fragmento extendido del Capítulo 1, ahora incluyendo los pensamientos intensos y conflictivos de Amelia mientras huye, sintiéndose invadida por la rueda emocional de miedo, vergüenza y rabia:
Luciano dio otro paso.
Ella retrocedió uno.
Y cuando su espalda tocó la pared helada, por un segundo, no supo si estaba por llorar... o por gritarle en la cara.
Pero no hizo ninguna de las dos cosas.
Solo bajó la mirada, dio la vuelta, y se fue sin pedir permiso.
Sin explicar nada.
Sin mirar atrás.
Corrió.
Los pasillos se hicieron eternos, las puertas se desdibujaron.
Las piernas le dolían, pero no paró. No podía.
Y mientras huía de él, del mármol brillante y de sus ojos arrogantes, la mente se le llenó de ruido.
"¿Qué estás haciendo, estúpida?"
"Te vio. Ahora lo sabrán todos."
"No debiste entrar por ahí. No debiste perder el control."
Pero debajo del miedo, un pensamiento más ácido le ardía:
"¿Por qué me miró así?"
"Como si no valiera nada."
"Como si fuera parte de la suciedad que limpio."
Y luego, la vergüenza se convirtió en algo más profundo, más oscuro.
Rabia.
"No tiene derecho. Él no sabe nada. No sabe lo que me está pasando. No sabe lo que me acaban de decir."
"¡Mi papá está huyendo como un ladrón!"
"Y él ahí, con su copa y su camisa cara... creyendo que el mundo le pertenece."
Le ardían los ojos.
No iba a llorar.
No frente a ellos. No por ellos.
"Puedo ser pobre. Puedo trapear los pisos. Pero no soy basura."
Y con ese último pensamiento apretado entre los dientes, Amelia cruzó la puerta trasera de la mansión y desapareció, dejando solo un rastro de agua sucia... y un corazón herido que ya había comenzado a cambiar.
Luciano entrecerró los ojos mientras la figura de la sirvienta desaparecía por el extremo del pasillo.
Se quedó un momento en silencio, con la copa aún en la mano, sin moverse. El líquido vibraba con el pulso de sus dedos.
-¿Qué demonios fue eso?
No le había contestado.
No se disculpó.
Ni siquiera bajó la cabeza como solían hacer las otras.
Como debía hacerlo.
Luciano no estaba acostumbrado a que lo ignoraran.
Y menos, una empleada.
Mucho menos, una que traía los zapatos húmedos y el cabello despeinado como si hubiera peleado con el balde.
Volvió sobre sus pasos, echando una mirada rápida al piso.
Las marcas húmedas del trapeador estaban allí, en el mármol.
Unas huellas pequeñas, torpes, presurosas.
Como si huyera de algo... o de alguien.
Frunció el ceño.
No la conocía.
¿Era nueva?
¿Y por qué había entrado por el pasillo principal? ¿Quién le había dado permiso?
La rabia le subió como un puñetazo en el estómago, rápida, caliente.
-¿Una sirvienta atrevida? ¿Ahora también van con aires?
Le disgustaba esa mirada. La de ella.
No era miedo lo que vio cuando se cruzaron.
Era una mezcla... rara. Dolor. Orgullo. Vergüenza. Y fuego.
Demasiado fuego para una chica que andaba con el uniforme empapado y el rostro manchado de jabón.
Luciano dejó la copa en la repisa del vestíbulo y caminó en dirección contraria, pero su mente seguía repitiendo una imagen:
la forma en que ella lo había mirado.
Como si él fuera el intruso.
Y eso no se lo permitía ni a sus socios.
Mucho menos a una empleada con las manos llenas de cloro y mirada desafiante.
-Voy a averiguar quién eres, "princesita del trapeador" -murmuró con los dientes apretados.
Y se lo prometió sin saber que esa sirvienta malcriada -que ni siquiera se dignó a decirle su nombre- iba a convertirse, sin pedirlo, en la grieta más inesperada de su mundo perfecto.
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