Nunca había sido una mujer impulsiva. Ni había sido el tipo de persona que tomaba decisiones sin calcular las consecuencias. Pero esa noche, después de ver a Leandro Sandoval de la mano de su nueva prometida, con un anillo ostentoso brillando bajo los flashes de las cámaras, algo dentro de ella se rompió.
El hombre al que había amado durante tres años, al que había defendido, apoyado y creído en él por encima de cualquier cosa, la había cambiado como si fuera un objeto sin valor. Y no solo eso, sino que había destruido a su familia en el proceso, enviando a su padre a la cárcel con falsas acusaciones.
La crueldad de la traición le pesaba en los huesos, y el alcohol no hacía más que avivar su furia y su desesperación.
Su mirada vagó por el bar, buscando algo (o alguien) que le ayudara a ahogar aquel vacío. No quería pensar en lo que había perdido, en cómo su mundo se había venido abajo en cuestión de días. Quería olvidar, aunque fuera por unas horas.
Y entonces lo vio.
El hombre que estaba sentado frente a ella era la personificación del poder. Alto, con el porte de quien está acostumbrado a dominar cualquier habitación en la que entra. Su traje perfectamente entallado era solo un reflejo de su impecable control. Su cabello oscuro, peinado con precisión, contrastaba con la sombra de barba que endurecía su rostro. Pero lo que realmente la atrapó fueron sus ojos: fríos, calculadores, con un brillo de peligro que la hizo estremecer.
Samantha no tenía idea de quién era, pero en ese instante no le importó.
Él notó su mirada y, con la seguridad de un depredador que sabe que su presa ha caído en la trampa, se acercó.
-¿No es una noche demasiado solitaria para una mujer como usted? -su voz era grave, sedosa, cargada de un magnetismo que la obligó a mirarlo.
Samantha sonrió, aunque el gesto no fue del todo sincero.
-Tal vez. Pero hay noches en las que la soledad es la mejor compañía.
-O noches en las que es un triste castigo.
Ella alzó una ceja.
-¿Y usted cómo lo sabe?
El hombre se inclinó un poco, lo suficiente para que su perfume, una mezcla sutil de madera y especias, invadiera sus sentidos.
-Porque sé reconocer cuando alguien está huyendo de algo... O de alguien.
Las palabras la golpearon más de lo que quiso admitir. Bajó la vista a su copa, preguntándose si realmente era tan transparente. Pero antes de que pudiera responder, sintió el roce de sus dedos en su mejilla. Un gesto inesperado. Un contacto que la hizo contener la respiración.
Entraron juntos a una habitación, la más ostentosa de todas, con luces tenues y un ventanal que reflejaba las luces parpadeantes de la impetuosa ciudad.
Estando dentro, Samantha cerró los ojos al sentir la calidez de sus manos rozando su piel, con una destreza impecable como si conociera a plenitud cada punto débil de su cuerpo.
Sus dedos acariciaron la curvatura de su espalda al momento en que deslizó la cremallera de su vestido.
Sus labios se encontraron por primera vez en un beso desesperado, lleno de un fuego implacable que encendía cada fibra de su piel.
Con una mano el hombre atrapó su cintura, atrayendo su figura hacia su propio cuerpo y con la otra apretó su cabello a la altura de la parte trasera de su cuello y fue allí donde ambos se dejaron llevar por el deseo y la pasión que emanaba de su cuerpo.
Poco tiempo despues, sus labios descendían lentamente por el abdomen de Samantha, arrancándole pequeños gritos ahogados y gemidos de placer.
Las manos de Samantha apretaban el cabello de aquel hombre mientras que él con su boca se deleitaba de todo su nectar, Sam, no podía más, le pidió a gritos que se introdujera en ella y él quiso complacerla, dándole fuertes embestidas, sin dejar de besar su piel.
Y en ese instante, entre el alcohol, la tristeza y la rabia, ella dejó escapar un nombre que no debía.
-Leandro...
El ambiente cambió de inmediato. El hombre se detuvo en seco sintiendo una oleada de furia incomprendida.
Se alejó de golpe. Las pocas luces, que antes parecían cómplices de su momentáneo escape, se volvieron más crudas. Samantha parpadeó, tratando de enfocar su vista, y cuando lo hizo, el aire se le atascó en los pulmones.
Liam Decker.
El abogado más influyente del país. Un hombre de poder, de leyendas. Y lo peor de todo, el futuro cuñado de Leandro.
Su expresión había cambiado. Ya no había rastro de la cortesía o el interés casual de hace un momento y el fuego que ardía dentro de ellos se disipó rápidamente hasta su extinción.
Ahora, en su mirada solo había una mezcla de burla y algo más peligroso: curiosidad.
-Muy interesante, señorita Brown -murmuró, su sonrisa calculadora provocándole un escalofrío.
Samantha sintió cómo la sangre se le helaba en las venas. Quiso alejarse, pero sus piernas se negaron a moverse. Sabía quién era Liam Decker, aunque nunca había tenido el infortunio de encontrarse cara a cara con él. Era un tiburón, un hombre que jugaba con el destino de otros como si fuera un simple tablero de ajedrez.
-¡Esto no debió pasar! -exclamó ella, intentando sonar firme y levantarse.
Liam soltó una risa baja, oscura.
-No creo que esto sea cuestión de lo que nunca debió pasar y pasó, señorita Brown. Es más bien una cuestión de lo que ya ha provocado usted.
Samantha apretó los labios, sintiendo cómo el pánico comenzaba a arañarle la piel.
-No tengo nada que ver con eso. Me equivoqué, fue mi error y lo acepto.
-¿Está segura de eso? -Liam entrecerró los ojos, estudiándola con la misma intensidad con la que seguramente desarmaba a sus oponentes en la corte-. Porque me parece que acaba de involucrarme en su historia mucho más de lo que cree.
La amenaza implícita la hizo tragar saliva.
No podía permitirse estar en la órbita de ese hombre. No cuando su objetivo era destruir a Leandro y limpiar el nombre de su padre. Liam Decker era un aliado de su enemigo. Un hombre peligroso que jugaba en un nivel al que ella jamás podría aspirar.
Y sin embargo, algo en su mirada le dijo que ya era demasiado tarde.
Esa noche había marcado el inicio de un juego peligroso. Uno en el que las reglas no estaban claras y donde cada movimiento tendría consecuencias.
Lo que Samantha no sabía era que aquel hombre, al que había conocido en la peor noche de su vida, se convertiría en su única oportunidad de salvar a su padre... o en su mayor perdición.