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Ha-na, una mujer coreana cuyos padres emigraron a América, enfrenta una pesadilla en lo que debería ser el día más feliz de su vida, cuando su prometido la deja plantada en el altar. En medio de su desesperación aparece Heinz Dietrich, un magnate arrogante, quien le roba un beso ante la multitud y se la lleva en brazos. Ahora, a pesar de su diferencia de edad y de su estatus social, Ha-na debe cumplir con un contrato olvidado: darle un beso diario, antes de medianoche. ¿Mantendrá su resentimiento hacia el amor o se rendirá a nuevos sentimientos por Heinz?
La novia estaba en el cuarto de espera del hotel de eventos. Su padre estaba allí, junto a ella, aguardando el momento en que su prometido llegara al salón. Se suponía que el novio ya se debía encontrar en el sitio, esperándola en el altar. Ellos miraban la hora de forma constante en su reloj.
Ha-na, que, en kanji, significaba: "Flor", y, en hangeul: "La primera". Aunque tenía otras variedades. Ella era una mujer de treinta años, cuyos padres se habían mudado a América y se habían radicado allí. Había crecido en tierras extranjeras sin ningún inconveniente, adaptándose a la cultura y las tradiciones de ese lugar. Su papá era japonés, pero viajó a la península, y fue en Corea donde conoció a su madre surcoreana.
Ha-na llevaba puesto un maravilloso vestido de bodas blanco. Su figura era esbelta, delgada. El atuendo tenía un escote en su torso que le dejaba ver su piel blanca y sus huesos de la clavícula. Su rostro era fino y con su maquillaje, aparentaba menor edad de la que tenía, como si tuviera entre veinte o veinticinco. Era típico de las coreanas parecer más jóvenes. Su cabello liso y oscuro estaba recogido en un moño. En su cabeza había una tiara plateada que soportaba el velo que caía detrás de ella y que le ocultaba su rostro hermoso con sus facciones asiáticas.
En la sala principal había una mezcla de personas de oriente y de occidente. Ya llevaban esperando más de media hora. El prometido era el primero en llegar para recibir a la novia. Mas, no estaba allí y no había rastro de él por ningún lugar. El sacerdote aguardaba de forma impaciente. Los invitados, allegados y los familiares de ellos murmuraban entre ellos.
Ha-na recibió una llamada de su mejor amiga, la cual no había podido asistir, debido a que tuvo que viajar. Contestó de inmediato al tocar su móvil.
-Mi querida Ha-na -dijo Kate Williams-. ¿Cómo va tu matrimonio, cariño?
-Kate, Edward no llega. ¿Sabes qué le ha pasado? -preguntó Ha-na con un acento diferente, debido a sus raíces extranjeras. Ni siquiera en todos los años viviendo allí lo había perdido.
-Ve al salón principal, hay algo que debes ver -comentó Kate de manera sagaz.
Ha-na se puso de pie y salió del salón para ir al sitio principal. Allí había una enorme tela blanca, en la que apuntaba un proyector. Este de inmediato se incendió y comenzó una grabación. Era de noche, había música y varias personas.
-Edward, ¿mañana te vas a casar? -le preguntó Kate.
-Claro que no -respondió él, mientras sostenía un vaso de licor.
-¿Te gusta Ha-na? -preguntó Kate.
-No, sabes que no.
-Entonces, ¿por qué le propusiste matrimonio?
-En la universidad tú me hiciste la apuesta de enamorar a la china y de llevarla a la cama -respondió Edward sin ningún pudor-. Pero ella era difícil. Debido a sus creencias y tradiciones, no quería acostarse conmigo, a menos que me casara con ella.
-¿Y lo conseguiste? ¿Quitarle la virginidad? -preguntó Kate de forma astuta.
-Sí... Pero fue difícil. Solo una vez y al proponerle matrimonio fue que cedió -respondió Edward de manera vitoriosa y orgullosa.
-¿Quién te gusta? -preguntó Kate.
-Tú, cariño. -Edward la abrazó y le dio un beso ante la cámara.
Así, la grabación del vídeo terminó de proyectarse y comenzó a transmitirse una videollamada en vivo. Allí se mostraba a Kate bajo las sábanas blancas con el dorso de Edward que dormía de forma plácida a su lado.
-Me disculpo por el novio -dijo Kate con una expresión mordaz y tono burlesco-. Está cansado y creo que no podrá ir a la boda. Estuvimos ocupados toda la noche. Ya saben a qué me refiero. -Guiñó el ojo y lanzó un beso-. Esa es la verdad de todo este asunto. Chao... Feliz ceremonia a todos. Más a ti... Ha-na. Disfruta de la boda.
Ha-na percibió que el aire se volvía más denso con cada palabra que salía del altavoz. El mundo a su alrededor se desmoronaba en una realidad que nunca imaginó posible. Permaneció de pie frente al proyector, congelada como una estatua, mientras las imágenes se proyectaban con cruel claridad. Los comentarios, la risa y cada gesto de Edward la atravesaban como cuchillos afilados, desgarrando sus ilusiones y su corazón. No podía moverse, ni siquiera cuando las voces a su alrededor se transformaron en murmullos horrorizados y risas ahogadas. Su pecho ardió, acompañado de un dolor profundo y punzante, que la dejó sin aliento.
El silencio cayó con fuerza en la sala, uno que retumbaba en sus oídos con más violencia que cualquier grito. Apretó los puños, con sus uñas clavándose en la palma de sus manos. Dolía, pero nada comparado con la herida que sentía en su interior. Era como si todo lo que había construido, todo en lo que había creído, se desvaneciera en un instante. Edward, el hombre que había elegido para compartir su vida, no era más que un cruel impostor. Las palabras de la grabación resonaban una y otra vez en su mente, formando un eco interminable que la hacía estremecer. "¿Enamorar a la china?". El aire le faltaba en los pulmones. Ni siquiera respetaban sus raíces coreanas y de forma despectiva la trataban como una más del montón. Todo había sido una apuesta, un juego para él. Su amor, su entrega, su vulnerabilidad... Eso había sido utilizado y desechado con desdén. Muchas veces se había negado a entregarse a él antes del matrimonio y solo lo había hecho una vez y, esa había sido su peor decisión. Ese traidor le había robado su pureza, su virginidad; se la había regalado a alguien que no la merecía.
Las lágrimas ardían en sus ojos, amenazando con escapar, pero se negó a dejarlas salir. No quería darle a nadie el espectáculo de verla derrumbarse, de verla rota por dentro. No en ese momento. No frente a esa multitud que ahora la miraba con lástima y conmoción. Giró la cabeza lentamente, buscando desesperadamente a alguien, algo que la anclara a la realidad, pero lo único que encontró fueron rostros confusos, algunos de ellos con expresiones de horror, otros con sonrisas de satisfacción morbosa.
La voz de Kate, cargada de burla y triunfo, hacía eco en ella y era un zumbido desagradable en sus oídos. Una oleada de náuseas y el impulso de salir corriendo de ese lugar. Quería gritar, pero su garganta se cerró, atrapando todo ese dolor y rabia en un nudo sofocante.
Por un instante, su vista se desvió hacia la puerta, su posible escape de esa pesadilla. Pero sus piernas no le respondían. Era como si pesaran toneladas, como si estuviera atrapada en arenas movedizas, hundiéndose lentamente en un abismo de humillación. La risa de Kate se apagó cuando la videollamada terminó abruptamente, dejando la sala sumida en un silencio insoportable. La pantalla quedó en blanco, pero las imágenes y las palabras seguían grabadas en su mente con una nitidez aterradora.
Ha-na cerró los ojos, intentando contener la tormenta interna que amenazaba con consumirla. Las enseñanzas de sus padres, la cultura en la que había sido criada, la habían formado para ser fuerte, para soportar el dolor con dignidad. Sin embargo, esto iba más allá de cualquier lección de fortaleza. Era una traición que atravesaba cada fibra de su ser, un insulto no solo a ella como mujer, sino a todo lo que representaba. Había sacrificado tanto por ese hombre, había dejado de lado sus propias dudas y temores para abrirle su corazón, solo para descubrir que, para él, ella nunca había sido más que una apuesta, un trofeo que mostrar, solo por ser diferente, por ser asiática.
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