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Elizabeth es una estudiante universitaria de veinte años. Tras tener dos tumores en la cabeza, y que su vida pendía de un hilo, queda ciega. Abandona su carrera a causa de ello. Ahora ella solo puede ver oscuridad, ya que no puede hacer nada por sí misma, sin que se tropiece con algo o salir a la calle sola. Su mundo se desvaneció desde aquel momento. Ella ya no tiene esos tumores, pero no le importa. Tiene algo mucho peor. Su vida se limita a estar en su casa o en su cuarto durante todo el día. Ella está harta de eso; de vivir de esa manera en solo una inmensa oscuridad. Harta de llorar cada noche por no poder ver nada, por la impotencia. Y lo daría todo por volver a ver el rostro de sus padres y hermanos. Tiene suerte, pues siempre hay luz al final del túnel.
De repente tu mundo se queda sin luz y sin colores, que lo único que ves es el color de la oscuridad -negro-. Ya no ves lo que comes, por donde caminas, a las personas con las que platicas, ni un mundo de cosas a las que te enfrentas día a día.
Solo una inmensa oscuridad me rodea, y no puedo hacer nada para cambiarlo -eso es obvio-. Hace unos meses todo era completamente diferente, y ahora, todos los días solo siento una horrible frustración que se riega por todo mi sistema, y junto con ello, viene el dolor y la desesperación.
Aún siento las lágrimas saladas deslizándose por mis mejillas, hasta llegar a mi boca. Y el horrible nudo en mi garganta se apreta con demasiada fuerza. Ya no quiero seguir llorando, pero es inevitable no hacerlo. Nuevas lágrimas salen de mis ojos, y muerdo mi labio inferior con tanta fuerza, que incluso siento el sabor de mi sangre.
Quiero gritar con todas mis fuerzas, y a la vez, solo quiero dormirme en un profundo sueño para no despertar jamás y terminar con mi tortura.
Fui librada de aquellos tumores en mi cabeza, sin embargo. Quedé ciega a causa de ello. Y la noticia fue desgarradora, y solo provocó un dolor mayor que cuando me enteré que mi vida pendía de un hilo.
Los doctores no pueden hacer nada para devolverme la vista. Lo único que pudieron decirme fue, que terminaría por acostumbrarme a esta vida. Y por supuesto eso no me consoló, solo logró hundirme más y más en una gran depresión, tortuosa y devastadora. La que claramente ahora mismo estoy viviendo.
-Elizabeth -La voz de mi hermana, Carol, llena mi audición-, El desayuno está listo, ¿vienes?
-No -Contesto con más brusquedad de la pretendo-. No tengo hambre.
-Ayer tampoco quisiste comer, tienes que...
-¡No! -La corto de inmediato-. ¡Ya te dije que no!
Un silencio tenso y tirante le siguen a mis palabras. Sé que se ha rendido de insistir, y ahora sólo puedo escuchar sus pasos alejarse tras el rechinar de la puerta cerrándose.
Coloco mis manos frías en el suave material del colchón debajo de mí. No puedo verlo, sin embargo, puedo por lo menos sentirlo. Antes de esto, jamás le había tomado tanta importancia a las pequeñas cosas de nuestro alrededor.
Recuesto mi cabeza en la almohada, y trato de dormir. Y solo hay un completo silencio, y el sonido de mi respiración ya tranquila. No es hasta que el estruendo de la puerta siendo bruscamente golpeada, me levanta de mi lugar de un salto.
-¡¿Cómo que no bajarás a comer, Elizabeth?! -la voz de mi hermano Sebastián, suena molesta.
-Como lo oíste -respondo.
Mi cabeza duele. «¿Por qué simplemente no me deja en paz?»
Cada paso se escucha más cerca, y puedo sentir que, posiblemente, se encuentra acuclillado frente a mí. Una mano es posada sobre las mías, que permanecen sobre mis rodillas. Para luego ser apretada en un gesto conciliador.
-Elizabeth -La voz de Sebastián, suena como una suplica-. Necesitas comer algo...
-No tengo hambre, y no puedes obligarme a hacerlo -digo, visiblemente irritada.
-Eso lo sé perfectamente, no puedo obligarte a nada -su voz se quiebra ligeramente-, Pero eres mi hermana, y mi deber es cuidar de ti. Y no voy a permitir que te sigas haciendo esto, Elizabeth.
Sobre el tacto de sus manos, mis manos se cierran en puños, y clavo mis uñas en la carne blanda de mis palmas. El nudo en mi garganta vuelve, y se aprieta con más fuerza aún que la anterior. Las lágrimas nuevamente se agolpan en mis ojos, puedo sentirlas, pero no me atrevo a derramar ninguna. Tampoco me atrevo a responderle nada a Sebastián. No tiene caso. Quiero llorar, pero trato de evitarlo lo más que puedo. Y sinceramente, no sé cuánto tiempo más aguante toda la frustración acumulada en mi interior.
Puedo sentir un lugar vacío frente a mí, y eso solo quiere decir que Sebastián se ha levantado de donde estaba. Al parecer mi silencio lo dijo todo.
-Si cambias de opinión -dice después de un rato-. Estaremos abajo esperándote -Y antes de darme tiempo a protestar, oigo la puerta cerrándose. El gran silencio en que se suma la habitación, me hace darme cuenta que estoy sola.
Vuelvo a retomar lo que estaba haciendo -intentar dormir- pero es casi imposible. Simplemente, no puedo. Mis mejillas se sienten húmedas, y no me di cuenta en que momento comencé a llorar de nuevo.
No me quiero sentir así, ya no quiero llorar. Y no quiero seguir atrapada aquí. Necesito salir...
Necesito tomar aire fresco, para ya no sentirme tan miserable. Para dejar de pensar de que todos sienten lastima de mí todo el tiempo. Necesito hacer algo más, que estar aquí encerrada. Por que es muy claro, que yo no quiero estar el resto de mi existencia encerrada en una habitación, por el simple hecho de que no puedo ver.
Me levanto de la cama, y con mis manos comienzo a buscar mis zapatos que dejé por aquí en algún lugar. Cuando los encuentro, antes de ponérmelos los tocos para asegurarme bien en cuál va en el pie izquierdo, y cuál va en el pie derecho. Una vez hecho, mi siguiente tarea es buscar la puerta.
No tardo en encontrarla, así que me apresuro en abrirla y salir de aquí. Muchas veces he caminado por aquí, y me sé casi el pasillo de memoria. Así que sé, de antemano que hay una escalera, y tengo que ir a la derecha para bajar en ella.
Bajo con sumo cuidado tomandome del barandal, y cuando siento que no hay ningún escalón más continuo caminando. Más adelante encuentro la puerta principal, y toco la pared en busca de mi bastón para poder salir, y una vez que lo encuentro, pongo mi mano sobre la perilla y salgo.
Aun no he escuchado que alguien me grite preguntado a donde voy. Y, me siento aliviada, eso quiere decir que no me vieron. Así que continuo caminando fuera de mi casa.
[...]
El aire helado de la mañana pega en mi rostro, he avanzado más lejos de mi hogar. Y realmente no sé exactamente a dónde voy, o a dónde quiero ir. Sin embargo, no me detengo. Sigo avanzado, porque prefiero estar perdida aquí afuera, que estar encerrada en mi habitación asfixiándome en esas cuatro paredes. Prefiero esto, a estar ahogándome en mi lamento.
No sé cuanto tiempo llevo caminando, pero sé que es demasiado, ya que mis piernas comienzan a doler y el cansancio recorre mi cuerpo. Y ahora que recuerdo, olvidé tomar mis gafas oscuras antes de salir, de todas formas no me importa mucho eso ahora.
Sigo avanzado sin un rumbo aparente, y un claro calor toca la piel de mi cuerpo. Deduzco que el sol está saliendo, así que sin más, tomo otro rumbo para tratar de encontrar alguna sombra que me cubra. Entonces, giro a la derecha y mi camino solo es guiado por mi bastón entre mis dedos. El camino es tan amplio que aún no choco con nada. Continuo caminando con normalidad hasta que la bocina de un auto siendo tocada me hace dar un brinco en mi lugar.
Toda mi sangre se drena en mis pies cuando oigo como las llantas de un auto derrapan bruscamente contra el asfalto, pero por el sonido tan chillante que este produce, sé que aún no ha podido frenar y el sonido se escucha cada vez más fuerte cerca de mí, incluso puedo decir que todo está pasando en cámara lenta aunque no pueda ver nada.
Yo solo me quedo aquí parada donde quiera que esté, y caigo en la cuenta, de donde estoy cuando alguien a la lejanía grita "¡Cuidado!" a todo pulmón. Es en ese entonces que sé, que estoy en medio de la carretera apunto de ser atropellada.
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