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vaba cómo una grúa colocaba meticulosamente la letra "G" de "Green Designs" sobre la fachada de lo que había sido su sueño, su orgullo, su ruina. El
hasta los huesos a través de su abrigo pasado de moda. Las yemas de sus dedos, entumecidas dentro de sus guantes finos, recorda
omía, despiadada. Y ahora, no solo había perdido su negocio, sino también sus ahorros, su apartamento y, lo que era pe
orita
hombre, con un traje que le quedaba demasiado ajustado y un ceño perpetuo, se
sosteniendo frente a sus narices un fajo de papeles que representaban todas sus deudas. Olivia pudo
rimera paga será para usted -intentó explicar, con una voz que pretendía ser firme pero que se quebró
que reverberó en la fría calle-. Con esta ec
a, ¿no? Lo que todos veían. Sus amigos habían desaparecido, su familia le mostraba p
s poros de su nariz-. Si no veo el dinero, no me quedará más remedio que llevar este
ros. La cárcel. ¿En serio? ¿Por una deuda que contrajo para salvar un negocio que se hundía más rápido de lo que podía remontar? El pánico, un líquido helado, comenzó a subir por su garganta, ahogándola. Se apoyó contra la pared de
pletamente opuesta a la de Rossi, sonó a su la
itud de tranquila autoridad la observaba. Su postura era erguida pero no rígida, y sus manos, enfundadas en guantes d
mente una lágrima rebelde que se había escapado. Se sintió vulnerable, e
re, entregándole una tarjeta de negocios blanca y gruesa, con un relieve sutil que gritaba lujo y
án de los bienes raíces que aparecía en las portadas de Forbes, un fantasma en las revistas de sociedad del que se sabía todo sobre sus despiadadas
Robert Thorne. ¿Qué podría querer Alexander Vance con ella
lculada que no llegaba a sus ojos grises y penetrantes-. Una oportunidad comercial que resolver
abía sido fácil. ¿Por qué iba a empezar ahora? Su instinto le gritaba que desconfiara, que ningún acuerdo qu
peraba al final de la calle, como un lobo al acecho en la neblina matutina. El vehículo parecía absorber la luz a su alre
su mano. El nombre Alexander Vance parecía arder en su piel, una marca de un mundo al que no pertenecía. Cada instinto le gritaba que dijera que no, que se aleja
o sostenían el frío peso de la derrota. No tenía nada que perder. Absolutamente nada. Quizás, solo quiz
nas reconocía como propia, un susurro qu
do que destrozaría y reconstruiría su vida por completo. Que la deuda más grande que contraería no sería de dinero, sino de un corazón que jamás debió entregar. Al deslizarse en el interior oscuro y p

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