algo le decía q
llegó s
gritara por todo lo que su alma había callado durante meses. Una contracción la dobló en dos mientras caminaba en círculos por la habitación, tratando de cal
dose al borde de la cama
anco, delgada y sin expresión, y un hombre que arrastraba una camilla metálica. Isabella quiso resistirse, pero su cu
dijo la mujer sin
idad ni cuidado. El pasillo al que la sacaron era largo, con luces fluorescentes que parpadeaban. No alcanzó a ver vent
: ese parto no le pertenecía
ra funcional, práctico, sin humanidad. La recostaron en una camilla dura, le abrieron las piern
ímetros. Av
anes
enciones innecesarias. Solo
cabello pegado al cuello, las lágrimas ardiendo en sus mejillas. Cada contracción era un casti
aldijo.
me verla cuando nazca!
resp
iernas. Le pidió que empujara. Otra enfermera le sujetó los brazos cuando se resistió. Y entonces, entre el
agudo, fue
r sonido
el aire como una gr
ello, buscando con la mirada-. ¡Déjenme verl
iquiera se giró hacia Isabella. El médico hizo una señal con la mano. Un tercero, un
-gritó Isabella, con una fuerza que no sabía
no respondía. Aun así, se arrastró hasta el borde de la camilla, extendiendo los b
más por ella -le dijo el hombre
? ¡Dígamelo! ¡Por el a
líquido transparente en el brazo. Isabella intentó resistirse, pero ya era tarde. El mundo comenzó a inclinarse, a oscurecerse. La
encio
. Más cruel.